Criticar a los críticos
Existe la creencia, y desgraciadamente en algunos casos es justificada, que los críticos gastronómicos pertenecemos a una casta intocable, a una secreta y hermética secta que castiga sin misericordia a quién ose levantarnos la voz, o poner en tela de juicio nuestras opiniones y lo cierto es que ese planteamiento es absurdo, ya que como personajes públicos que somos, podemos y debemos estar también sometidos a la critica de nuestros consumidores, o sea, de ustedes los lectores.
- “¡Bien! ¡Hurra!, gritan una piña de cocineros asturianos que se habían reunido en un chigre de La Pola para ponerme a parir y planear como pegarle fuego a mi casa, ¡Champán para todos y hoguera para los plumillas!”
- -“No hombre, no. No se trata de lapidar a nadie, simplemente apunto que criticar a los críticos es un sano ejercicio social tan loable y plausible como cualquier otra conversación tertuliana, lo que viene a suponer que si la opinión surge de un damnificado, pues pondrá pingando al periodista, si ha sido halagado lo beatificará, y si el acto se produce por vía de otro colega, además de para tirarse los trastos a la cabeza e iniciar una guerra de descalificaciones, si al menos estas tienen gracia, pues servirá para divertir a los lectores y hará ganar muchos duros al editor.
¿Debe, o puede criticarse la crítica?
Pues claro que sí, ¿porqué no?
Otra cosa es la calidad de esa valoración en sí, porque para ser gastrónomo, pongo por ejemplo, se necesita una determinada preparación y cuando un profano pone en tela de juicio el análisis profesional de un vino con aquella lapidaria frase de: «Yo solo sé si a mí me gusta o no, así que déjeme de cuentos y de puntuaciones de guías y pongame un rioja, que eso es lo bueno», pues no va mas allá de la propia autodescalificación, de descubrirse como alguien que, sin saber distinguir entre un rioja bueno y uno malo, pone en entredicho un trabajo serio y objetivo.
Esa es la principal diferencia entre la opinión de un profesional y la de un profano: el primero tiene la obligación de basarse en criterios objetivos y dejar sus pasiones subjetivas fuera del comentario, o al menos aclarando que tal o cual virtud o defecto pertenece a sus gustos personales.
Pero quizás la parte mas conflictiva de este espinoso tema sea la crítica entre los propios periodistas ¿Existe un código deontológico que defienda el ejercicio de nuestra profesión?
Desgraciadamente no, lo que sí existen es ciertos grupos que intentan funcionar como lobbys y que tan solo consiguen que el jefe de la banda se lleve la mejor tajada del botín.
Otra cosa sería que se formase un colegio que sirviese para coordinar y arbitrar un poco este mundillo en el que hace diez años eramos cuatro gatos y ahora parece que media España son gastrónomos de toda la vida. Pero mientras ese colegio se organice, y aún después, si es que algún día llegara a crearse, lo mas saludable creo que sería tirarnos los cacharros a la cabeza, ponernos pingando unos a otros, que cada revista dedique una sección para poner de hoja de perejil a sus competidoras y que entre los escritores se desarrollen filias y fobias como entre las folklóricas que viven del papel couché.
Con esto cada vez que alguno de nosotros se case o se divorcie, cobrará una pasta gansa, que escribiendo de cocina en toda su vida hubiera soñado reunir.
Hay que recuperar los duelos dialécticos, pero eso sí, con gracia.
Que haya mala leche no importa, pero siempre y cuando reine el humor y el ingenio.
Gracias a esa compleja y mágica fórmula hoy existen sonetos tan geniales como los que Quevedo le mandaba a su enemigo Góngora, diatribas públicas como las de Cervantes contra Lope de Vega, columnas temibles como la «Paliques» que publicaba Clarín cada semana en El Madrid Cómico, encontronazos brillantes como el de Camilo José Cela contra Muñoz Molina, o hasta anécdotas tan simpáticas como que Valle Inclán, que presumía haber quedado manco durante la guerra carlista, en realidad perdió el brazo de un bastonazo que le propinó un antiguo amigo suyo al que puso a parir en la prensa.
Pero si no hay gracia no vale, porque en ese caso el asunto entraría en el campo del revanchismo, en la puñalada trapera, en la canallada, en lo soez, como una carta que envió el director de cierta revista al periódico en que trabajo, pidiendo mi despido inmediato por haber criticado el certamen que su grupo organiza. Acciones como esa solo provocan nauseas.
Otra cosa muy distinta es defender el corporativismo, esa postura tan repugnante que solo beneficia al mediocre, al mierdecilla que tiene que vivir a la sombra de algún señor feudal para que le proteja con su temible espada y alargada sombra, de hipotéticos vengadores surgidos de las sombras, casi siempre mas bien fantasmas producto de su mala conciencia.
¿Quién nos ha otorgado patente de corso alguna para poder ensañarnos durante años sin piedad con algún restaurante, como le tocó padecer a la pobre Toñi Vicente?
¿O porqué no se puede sacar a relucir que fulano, o fulana, están cobrando de una bodega, o de un consejo regulador, por alabar sus actividades y productos?
Si se iniciase este zafarrancho los lectores se lo pasarían bomba y en encima los escritores honestos, los que solo cobramos de los medios para los que colaboramos, podríamos corrompernos y ganar un montón de kilos.
Yo tengo unas ganas locas de porstituirme, lo malo es que no encuentro quién me pague, porque eso sí, ya de hacer el golfo, por lo menos forrarte para poder pasar la tercera edad en el Caribe, con mulatitas y «roncito».
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