Es curioso como en el norte de España, me refiero en la vertiente cantábrica, un paraíso para los caracoles, apenas si exista costumbre de cocinarlos.
Los catalanes sí que les dan, de hecho, cuando viví en Zaragoza, me escapaba por tardes para comer Cargols a Llauna en Lleida, una pasada y una guarrería, porque te los sirven en una montaña de espumarajos de babas.
En el tomo de Otoño de mi obra La Cocina Gallega, recuperé una antiquísima tradición lucense de prepararlos con ortigas, pero como era de esperar no tuvo ningún éxito, porque un gallego podrá comer caldo durante los 365 días de los setenta años de su vida, pero antes de tragar un caracol de campo, preferirá la hoguera.
En Gijón había una sidrería que los ponía los lunes y había bofetadas por conseguir mesa, pero eran demasiados baratos y, cuando reformó el local, se cargó la tradición. Ya de paso diré que también hundió el negocio, uno de los más rentables de la villa de Jovellanos.
Los ponía a la riojana, con salsita, chorizo, jamón y esas fruslerías, pero en Normandía, el país de la sidra según los franceses, con el permiso de los asturianos, claro, probé este plato, que no es sino una variación de los Escargots Bourguignone, la receta más famosa del mundo y que es una pena que no se inventara en mi tierra, porque están deliciosos.
Los ingredientes.
Lo más latoso de esta receta es purgar los caracoles, porque hay que disponer de una vasija de barro o un cesto de mimbre donde poder tenerlos una semana a dieta. En realidad no se trata de matarlos ni de quitarles la baba, eso equivaldría a deshidratarlos, lo que les llevaría a la muerte, sino a que defequen posibles hojas tóxicas comidas antes de la recolección, sobre todo de hiedra, que les gustan mucho. Lo mejor es ponerles hierbas silvestres, sobre todo ortigas, hierba buena, romero, etc., pero también valen lechugas, espinacas, acelgas, etc. Cuanto más coman, más cagan y antes estarán purgados. Hay que lavar bien cada día el recipiente para quitar las cacas y procurar que no pasen frío, porque se hibernan (yo me pasé dos años cuidando caracoles en la Cátedra de Biología de la Facultad de Veterinaria, así que no me cuenten).
También se pueden comprar en conserva, no están mal, pero pierden romanticismo.
Puesta en marcha:
En un bol, ponemos las rebanadas de pan sin corteza, cubiertos de sidra durante media hora, hasta que quede completamente empapada.
En otro, bañamos igualmente los champiñones en sidra, los picamos finos y los dejamos allí dentro hasta el momento de usar.
En una sartén ponemos la mantequilla y le añadimos el ajo bien picadito, pero sin machacar, el perejil igualmente cortado, el champiñón y un puñado de sal.
Llevamos al fuego y, cuando empiece a hervir (sin que coja color), apagamos y dejamos enfriar (se pueden sacar los tropiezos y colar la mantequilla, porque sale bastante espuma que conviene filtrar).
Mientras, escaldamos los caracoles en una cazuela con el resto de la sidra. Basta con que empiece a salir vapor de la tapa, para que estén listos, Se escurren y se sacan de las conchas.
Cuando la mantequilla haya vuelto a solidificar, se pone en el mortero, se añade el pan remojado y se maja hasta obtener una pasta.
En cada concha, ponemos una cucharadita de la pasta de mantequilla, introducimos la carne de un animalito (bien adentro) y cubrimos el orificio con otra bolita masa.
En sendas caracoleras, ponemos una capa de sal gorda, colocamos los caracoles rellenos y llevamos al horno puesto al máximo con el grill.
En cinco o seis minutos veremos como la masa empieza a hervir y luego poco a poco a tostarse, ese el momento de sacarlos a la mesa y dar cuenta de ellos.
He de reconocer que en este maridaje hay trampa, porque no sé qué vino va mejor con este plato, quizás un chablis, como afirman los borgoñones, pero como el número va de champagnes rosés, pues este de Jean Lallement es el que más me gustó, quizás porque, según dicen los vecinos, los pinot Noir de la montaña de Reims son los parecidos a los Romanée Conti, y las cuatro hectáreas de viñedo de esta familia está en Verzenay, o sea, el mogolloncito.
No voy a describirlo, porque ya lo habrán leído en la sección que escribe el Tirano, pero sí comentar que este vino, al contacto con el ajo que domina los sabores del caracol, adquiere un saborcito algo dulce que resulta envolvente, cariñoso, destacando aún más los aromas del escaso porcentaje que lleva de chardonnay.
Además es un pequeño productor (20.000 botellas frente a los 40.000.000 de Möet) así que también me mola por combatir la globalización de las multinacionales (LVMH ha comprado mi querido Numanthia).