El discreto encanto de las angulas
De un tiempo a esta parte parece que se ha puesto de moda entre la prensa gastronómica decir que las angulas no saben a nada y que su consumo no pasa de ser una horterada de los constructores nuevos ricos de la época franquista, lo que equivale a llamar mongólicos a todos los amantes de la buena mesa que pagan mil duros por una cazuelita de estos minúsculos pececillos.
¿Y los que pagan lo mismo por un plato de chanquetes cuyo sabor no pasa del rebozado y la fritura andaluza? Esos deben ser los constructores nuevos ricos de la época felipista.
Es cierto que el sabor de la angula es realmente débil y hasta en algunos casos se puede asegurar que casi inexistente, pero no por ello carece de otros atractivos que no sean igualmente epicúreos.
La angula posee una cierta erótica, un sutil encanto oral, un enigmático atractivo que atrapa al que se inicia en su consumo.
Sentir la boca llena de inocentes pececillos que han atravesado heroicamente todo el Océano, entre huracanes y tempestades, soñando con esos misteriosos recuerdos que en clave genética recibieron de sus progenitores donde veían los verdes y tranquilos ribazos de Contranquil o la reposada majestuosidad del Puente Romano.
Un simple bocado que al cabo de algunos meses se podría haber convertido en varios kilos de sabrosas y orondas anguilas, por supuesto mucho más suculentas que las pequeñas larvas, y sin embargo repudiadas por gran parte del público devorador de angulas.
Es innegable que su consumo tiene mucho de morboso y por lo tanto necesita un cierto respeto, una determinada liturgia, una parafernalia que enmarque la inmolación contra natura que se va a realizar a cada bocado; de lo contrario perdería todo su “feeling” para convertirse únicamente en soez demostración de derroche pecuniario.
No se puede ir por la calle comiendo un bocadillo de angulas, eso sería una blasfemia gastronómica, sobre todo habiendo deliciosas anchoas, pero tampoco se puede aceptar que nos las sirvan flotando en aceite y apestando a ajo.
En primer lugar hay que entender que las angulas se compran ya cocidas y por tanto no hay que freírlas como dicen en algunos recetarios, si no simplemente pasarlas por un aceite muy caliente que haga la función de aliño, no de cocción, eso es un anacronismo culinario equivalente a freír un centollo hervido.
En cierta publicación cuyo nombre y autor no quiero especificar, se llega a aconsejar que se frían en dos tiempos: primero se fríen los ajos y fuera del fuego se añaden las angulas, se dejan reposar y luego se llevan de nuevo a ebullición, incluso llega a aconsejar que con la ayuda de dos tenedores “se trabajan para freírlas todas bien”, o sea, como si fuesen picadillo de matanza ¡pobres animalitos, que crueldad!
Para disfrutar de las angulas hay que respetar ese escaso sabor que tienen, si las encharcamos de aceite refrito saturado de ajo, solo sabrán a fritanga.
Yo nunca he visto hacer semejantes atrocidades con el caviar y no se porqué las pobres angulitas sí tienen que sufrir semejantes vejaciones coquinarias ¿se imaginan ustedes un blini de Beluga iraní cubierto de ketchup o refrito en una cazuela de barro llena de aceite y ajos?
Claro que también hay angulas y angulas, porque entre nuestras blancas y delicadas angulitas de la Arena, de Ribadesella, del Porcía, o de cualquier río asturiano, y esos pastosos fideos íctios procedentes de África, Francia o Dios sabe donde, que se venden congelados en envases plásticos bajo nombre mítico, pues hay un abismo sápido.
Para mi gusto, y con ello no quiero sentar cátedra, la mejor forma de disfrutar de los sutiles placeres de este manjar es en ensalada, de esa forma se percibe su frágil sabor y se respeta su sinuosa morfología y textura.
Una forma deliciosa de aprovechar las angulas que se pasan de tamaño, esas negras de diez centímetros que van a parar a la basura del angulero, es friéndolas en crudo y a la andaluza, es decir pasadas simplemente por harina y fritas en abundante aceite muy caliente, están riquísimas y es un privilegio del que solo podemos disfrutar los que vivimos donde se pescan ya que no se comercializan ni se aprovechan.
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