El Curadillo, o la historia de los pixuetos.
Es este un cuento triste, melancólico, lleno de vida y de muerte, de aromas a mar brava y a tripas de pescado, como corresponde por obligación a todos los que tratan de la vida de un pueblo marinero, porque este oficio fue hasta hace apenas un par de décadas uno de los mas crueles y herméticos de nuestra cultura occidental.
Cuando el turista contempla el pueblín de Cudillero queda fascinado por su aspecto de Belén náutico, pero no piensa en que para llevar la bombona de Butano a esa casita colgada en lo alto del farallón, hay trepar con ella a cuestas por mil callejuelas resbaladizas porque el repartidor no va mas allá de dejarlas en la plaza del muelle.
Y cuando un paisano muere mas le vale a la familia que lo haga en el hospital, porque bajar el féretro desde lo alto del pueblo puede ser como una anécdota macabra.
La historia de los pixuetos, así se llaman los habitantes de Cudillero, está aún viva, como hace cien años, o quizás quinientos.
Ya no fríen las julias con aceite de gata, si no con el Carbonell de 0,4º que está de oferta en El Arbol, ni los curadillos sirven para ligar novia, porque se lleva mas el Turbo con bakalao a tope, pero a las cinco de la mañana se sueltan amarras, y cuando la mar está torpe y el viento duro, hay que aguantar como sea las gotas de agua que se clavan en la piel como agujas, o el desgarrón que te hace en la mano un anzuelo francés liado en una volanta.
Hoy los curadillos son solo un símbolo, un emblema, el estandarte de un pueblo orgulloso que si bien ya no come este tasajo porque le es mas cómodo descongelar una pizza en el microondas, sí mira a cada minuto hacia la mar, porque sigue día a día viviendo de ella. O muriendo por ella.
¿Pero qué coño es el dichoso curadillo ese?
Pues verán, se trata de un pequeño tiburón, vulgarmente conocido con el nombre de gata, y del que durante muchos años vivieron basicamente los pescadores de este pueblo.
Cumplía tres funciones fundamentales.
La primera era la extracción del aceite de su hígado. Con él se freía, pero sobre todo se iluminaba, hasta tal punto que el alumbrado público de Oviedo se abastecía de este producto, con lo que mantenía una industria y una flota florecientes.
La segunda era el uso de su piel para limpiar y pulir maderas y metales, el llamado papel de lija, hoy fabricado con polvillo de vidrio pegado a papel sintético, pero que antaño solo se conocía como derivado de la piel de estos u otros escualos.
Y la tercera función de este tiburoncito era como pescado cecial, como alimento de recurso para aquellas largas vigilias impuestas, ora por la Iglesia, ora por un temporal del Diablo que mantenía la flota amarrada durante interminables días. ¡O semanas!
A diferencia del bacalao y similares, este no es una salazón, si no todo lo contrario.
Una vez eventrado, el animal es cuidadosamente lavado con agua dulce, endulzado en términos de la mar, operación que se repite hasta quedar sin el menor rastro de sangre.
A partir de ahí, y desprotegido de cualquier agente protector, sal, pimentón, aceite, etc., la gata se crucifica sobre una tablilla engarzada de dos travesaños, adoptando la figura de un curtido de piel de cabra, y se cuelga de los aleros de las casas para que se vaya secando al oreo.
Pero solo de día y cuando el viento es seco, ya que de otro modo, tanto si lo toca la niebla, como si lo hace la lluvia o el rocío, el tasajo se echa a perder.
De este modo, cuando las mozas salían a pasear, soñando como sería el hombre de su vida, al ver una ventana llena de curadillos al oreo, pensaban: «N’esta casa nun hai fame. No. Nin con la mar bella nin con temporal» y así el joven pescador que en ella habitase sabía que sería el soltero mas codiciado del puerto.
Dice un antiguo cantar:
«Muciquinas aldianas
Si querais mozu pixuatu,
teneis que saber guisar
curadillu pa’l inviarnu.»
Luego llegaron el gas, las pulidoras Bosch y las conservas de atún claro, Calvo, Oviedo dejó de consumir aceite de gata, la lija pasó a mejor vida y los curadillos dejaron de secarse.
Afortunadamente hay una cofradía gastronómica, la del Curadillo, en La Concha de Artedo, que ha recuperado la tradición, y hoy este humilde y miserable pellejo se ha convertido en plato de lujo en todos los restaurantes y comederos de la zona.
Una vez guisado su sabor es bravo, con aspecto de cecina de cabra y sabor a caza.
Basto y ordinario para algunos, brutal y sugerente para otros, pero el curadillo es sobre todo nostálgico y romántico, porque sabe a momia social, a recuerdo de días de hambre y pasiones secretas, a tiempos en que se nacía y moría en un mismo pueblo, matando el tiempo secando gatas, o cortejando entre las redes.
En los días del curadillo, no había pastillas de Éxtasis, ni Megane Sport con CD Pionner con los que huir de la realidad cotidiana, por eso este pescado sabe diferente, porque para secarlo hay que vivir en Cudillero, con días cargados de horas, años llenos de días, y vidas con pocos años, que una vida llevada en calma da mucho de sí, aunque sea comiendo curadillos.
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