La temperatura del vino.
El refranero castellano, tan rico y acertado en algunas de sus sentencias, tiene también agarraderas para la mala fe, la ignominia y la ignorancia, pecados habituales de la grey de los tabernarios, perdularios de las buenas costumbres, que se aferran a frases hechas a falta de otras ingeniosas que ni saben construir.
Este parrafito viene al caso de ese lamentable proverbio que reza que sobre gustos no hay nada escrito, cuando en verdad podría asegurar que hay publicados millones de libros al respecto.
Otra cosa es que, quienes lo pronuncian, no hayan sabido leer ninguno de ellos, porque, obviamente, en el Hola y en el Marca, no se tratan estos temas, aunque sí se anuncian los bodegueros de bahorrina.
España bebe el vino caliente y, como somos animales de costumbres, pues cuando nos sirven uno que estaba bajo un halógeno y a más de 35ºC., pues mucha gente dice: “En su punto, un vino reserva debe tomarse templadito, a 18º C”.
Un servidor, que entre sus muchas virtudes está la de ser hombre termómetro, hace años decidió no discutir más, pero sí apostar, con lo que me gano la vida como cualquier otro aristócrata del cobre.
Hace algunos meses, en un bar que no menciono porque nadie conoce, surgió el conflicto porque mi contertulio dijo: “Ponme un vino, pero que no esté como el caldo del cocido”. El tabernero lo sirvió, mi amigo me preguntó que si me parecía correcta la temperatura y, a contacto de la mano, le respondí que estaría a 25ºC., unos diez grados por encima de su temperatura de servicio.
Ya se pueden imaginar la que se lió.
Subí a mi casa y bajé con cinco termómetros, de mercurio, alcohol, digital, láser, etc. El gañán, que sabía de mi oficio, cogió una botella medio vacía que reposaba en una cubitera de agua fría, pero yo le obligué a servirme de otra llena, en la que, obviamente, el tercio superior estaba a temperatura ambiente, aunque el inferior estuviese a 7/8ºC. El vino estaba a 25,3ºC.
Esto sucedió en un bar de barrio, pero lo penoso es que, del mismo modo, sucede en restaurantes de lujo, vinotecas y hasta sesiones de degustación.
El pasado mes de mayo, esta revista convocó un panel de cata para determinar las temperaturas óptimas de consumo de los principales tipos de vino. Las conclusiones las explica con todo detalle mi colega y a pesar de ello amigo, Miquel Ángel Rincón, de modo que no voy a eclipsarle porque, como ustedes saben, soy mucho más listo y más guapo que él, pero sí recalcar una conclusión que nos pareció de vital importancia: el abatimiento térmico que se produce entre la temperatura de servicio (en realidad debería decirse de nevera) y la de consumo, porque, para que podamos disfrutar de un gran vino tinto, que desarrolla todas sus virtudes entorno a los 16ºC., hay que enfriarlo hasta los 12ºC., ya que en esos pocos minutos que transcurren entre su escanciado y su degustación, habrá saltado entre 4/5ºC.
Claro que esto es solo compete a quienes consideramos que el trabajo de un grupo de expertos sirve para algo, porque los que defienden que sobre gustos no hay nada escrito, pues pueden seguir diciendo que 35ºC., son 18ºC., como el tabernero de mi barrio que negó la fiabilidad de mis cinco termómetros.
Un servidor de ustedes, como desde años cobra por enseñar, cuando va a un restaurante, aunque sea de lo más fino, de mano pide una cubitera para enfriar el vino y, cuando el sumiller pretende soltar una erudita lección, sencillamente le respondo: “Esa botella es mía y la bebo como me da la gana, así que tráigame el enfriador”.