He de rendir homenaje al gran Víctor Bango, más conocido en Gijón como Vitorón, propietario del célebre restaurante Casa Víctor, uno de esos templos de la alta gastronomía que pasa desapercibido para los critiquillos de poca monta e inspectores de guías gastronómicas (afortunadamente), personajes indolentes ante la sensibilidad y el buen gusto culinario, que no suelen ir más allá de la marca de las vajillas, copas y demás abalorios complementarios.
Víctor inventó este plato, como tantos otros de esos que hacen de la gastronomía asturiana una de las más reconocidas de España hoy día, porque no nos engañemos, hace cuarenta años, cuando el gran Vitorón enredaba con algas, espumas y crujientes, en nuestro vanidoso Principado, lo más sofisticado que se servía eran cebollas rellenas.
Víctor es una de las personas que más sabe de cocina de Asturias, por no decir la que más, porque la hoy máxima figura de la Michelín, Nacho Manzano, se crió en estos fogones. Hace ya más de tres lustros, cuando un servidor escribía en el diario El Comercio, publiqué un artículo sobre las maravillas que hacía el parraguesu en Casa Marcial, y destaqué un plato que me fascinó "Lomos de lubina con boletus y algas". Me pareció maravilloso y rompedor. Meses más tarde me enteré que ese plato era de Casa Víctor.
Víctor es un gijonés de proa a popa y de babor a estribor, de modo que adora los oricios (en castellano erizos de mar, y científicamente equinoideos,
Echinoidea), una súper golosina que hasta hace apenas un par de décadas, en todo el Cantábrico y Atlántico español, solo se consumía en esta ciudad. Yo los cogía por sacos en los pedreros de Santa Gadea y a Gijón llegaban camiones desde Galicia que los vendían por paladas. De ahí le surgió la idea de conservarlos en lata y desde entonces la empresa
Agromar elabora su delicioso caviar de oricios, pero la idea fue de nuestro héroe. Por cierto que esta empresa está desarrollando una novedosa tecnología para comercializar Oricios rellenos precocinados y ultracongelados.
Me gustaría contarles mil anécdotas porque he disfrutado de muchas con el gran Vitorón, no solo riendo (en un viaje que hicimos para comer en El Bulli, estuve 72 horas riendo sin control), sino aprendiendo, porque cuando se sabe tanto, uno irradia conocimientos hasta por la piel, pero creo que basta con decir que es uno de los únicos gastrónomos asturianos que admiro, tanto que me sentiría orgulloso de poder escribir su biografía, gratis et amore, obviamente.
Pero vamos con la receta porque esto está tomando dimensiones de mamotreto.
La receta.
Como es de rigor, hablamos de erizos de mar vivos, no en conserva, aunque con estos se puedan hacer mil platos, como esos deliciosos
Huevos revueltos con que suelo epatar a veces a mis invitados.
Lo más latoso es abrirlos y retirar sus gónadas, que son la parte comestible (yo tengo un amigo que se lo come todo, pero no le veo la gracia porque es como beber agua de mar). Conviene seleccionar los cuatro más grandes y bonitos porque en ellos vamos a servir el plato, así que esos deben cortarse por la boca para ofrecer el aspecto del de la foto.
Mientras vamos abriendo los erizos y sacando sus corales a un bol, empezamos a cocinar la salsa de base. Para ello cortamos muy fino los puerros y los ponemos a confitar muy suavemente con la mantequilla. Hay que hacerlo tapado para que se confiten, aunque de vez en cuando hay que destapar para remover. Cuando estén completamente gelatinosos, se añade la cucharada de salsa de tomate. Vamos a usar el tomate no como parte de la salsa, sino como un potenciador de sabor, casi como una especia, como si fuese un chorro de limón, de modo que no debe apenas aportar sabor. Rociamos con la copita de brandy y flameamos para eliminar el alcohol y darle ese gustito tostado que solo el fuego directo aporta. Si lo hemos hecho todo bien, el aspecto será de una salsa cremosa sin apenas tropiezos, porque el puerro debe haberse deshecho, si vemos que está entero, se puede pasar por la batidora.
Ponemos la nata y dejamos reducir casi a la mitad, removiendo casi sin parar. Salpimentamos e incorporamos los erizos. Ahora ya no debe usarse la batidora porque podemos hacer una gracia, así que deben machacarse poco a poco en la salsa, a la vez que seguimos removiendo a fuego muy bajo.
Con este puré vamos a rellenar esos cuatro caparazones que hemos seleccionado y dejamos reposar hasta el momento de servicio, que puede ser perfectamente al día siguiente. Al momento de servir se les da un golpe fuerte de horno y listo (hay quién les pone pan rallado, queso y otras miserias, pero cuando se trabaja con materia prima de esta calidad, cuanto menos se enrede, mejor).
Como solo vamos a servir un caparazón, pues hay que darle un poco de enjundia, como servirlo encajado en una montañita de sal gorda, o en esas blondas que se abren por el centro.
No se crean que el maridaje es tan sencillo, porque el plato ofrece unos sabores muy complejos, bastante dulces, por lo que no crean que cualquier vino blanco puede dar la talla. Yo elegí el Finca Montepedroso, un Rueda muy especial, nada que ver con esas pócimas que venden por chatos en los bares de Valladolid y que se ofertan a menos de un euro en los economatos de hostelería. Este es un súper vino, criado sobre lías, seco pero con tal fragancia que en nariz invita a pensar en un vino más afrutado. Tiene una gran estructura de acidez pero a la vez es muy glicérico, por lo que aguanta perfectamente este poderoso plato.