Todo incluido
Ante todo he de confesarles que escribo este artículo con gran recelo ya que el asunto del «Todoincluido» es una peligrosísima arma contra la gastronomía, que en manos irresponsables podría poner en peligro el futuro de nuestra cultura, y por ello siento verdadero pánico ante la posibilidad de que algún miembro de la administración asturiana llegue a leer estas líneas, y ponga en marcha algún macabro plan letal contra lo que aún nos queda de bueno en este maltratado Principado, la hostelería de calidad.
A primera vista el «Todoincluido» es un reclamo para que las agencias de turismo puedan reducir a la mínima expresión la capacidad decisoria del individuo viajero, pero una vez comprobado en mis propias carnes, les aseguro que la alevosía va mucho más de lo imaginable.
El sofisticado contubernio consiste en ofrecer al incauto cliente la posibilidad de pasar unas agradables vacaciones en alguna exótica playa, donde rodeado de exuberantes palmeras y cristalinas aguas, lindas mulatitas y hercúleos efebos (la oferta ha de satisfacer a señoras, señores, e indecisos) nos obsequian con apabullantes bandejas de frutas, langostas y bebidas tropicales.
Una vez depositada la víctima propiciatoria en la plaza (no les puedo contar lo del viaje porque el relato caería en lo macabro y prefiero evitar las partes mas soeces de la vivencia), lo primero que sentimos es un nada nostálgico recuerdo a la fase de recluta (me refiero a la mili de Franco, que es la que hice), donde distintos mandos intermedios, te ponen al corriente de como serán los próximos días de tu vida en el campamento.
Nadie rechista, incluso hasta hay que reír las gracias que el sargento instructor, en esta caso llamado guía, suelta a cada paso, demostrando con ello su capacidad retentiva, o su sadismo, según se mire.
La primera toma de contacto con el rancho, aquí llamado buffet, no es lo peor, porque, tal y como muestra la foto, los barracones están ambientados según la película Papillon, y los guiris saltan alegres y contentos por entre las sillas y mesas, pareciendo no importarles los desgarradores alaridos que los más pequeños, quizás incluso sus propios hijos, lanzan a los cuatro vientos pidiendo clemencia.
Lo malo llega cuando al segundo o tercer día comprobamos que las hediondas bazofias (todo se guisa con una irreconocible grasa de indescifrable origen) son siempre las mismas, sea cual fuere el comedor o la hora del día, y al solicitar alguna información al oficial de mayor rango, aquí llamado maitre, este nos mira incrédulo, entre despreciativo y desafiante, y tras comprobar que llevamos prendido el brazalete de identificación, lanza una carcajada y solo exclama: «España, colega, disfruta y no te enfades».
Entonces se acerca un veterano, de la reclutada anterior, y con una mueca de resignación, te indica que el campamento es corto, y que una vez pasada la mili, los recuerdos son siempre entrañables.
Únicamente los guiris, con esa inquebrantable voluntad y capacidad de sacrificio que solo tienen los germanos, los anglosajones, y los vendedores de biblias, comen y beben como fieras hasta el último momento, logrando así alcanzar su meta, el fin último: amortizar el «Todoincluido».
No lo intenten, o deserten el primer día, porque mas vale morir de pie, que vivir de rodillas.