Pulpo a feira, un plato maragato.
Antes de entrar en el farragoso origen de esta exquisita receta que toda España tiene por gallega, creo oportuno situarla históricamente en el plato, porque si bien hoy día todo el mundo ve al preciado cefalópodo sobre una tabla de madera en el escaparate del bar Rías Baixas de la esquina (en todos los pueblos hay un bar así llamado), hace cinco, diez, quince o veinte siglos, cuando los hosteleros gallegos aún no habían llegado a la luna ni colonizado el resto de la península, en la meseta ya se comía este molusco, quizás el único marisco susceptible de ser transportado hasta el interior.
Para quienes el recuerdo llega a aquella demostración de poderío y progreso franquista llamada Feria del Campo de Madrid, la imagen oficial era la del NO-DO mostrando una nueva cosechadora de trigo, pero la vivida en carne propia, era ponerse hasta orejas del pegajoso zumo que chupábamos de las cañas de azúcar en el pabellón de Canarias, mezclado con el olor de las sardinas que Currito asaba en el de Vizcaya, y de la imagen dantesca de los pulpos secos colgados de un bramante, esperando su turno para entrar en las gigantescas potas de cobre donde una pulpeira de Carballiño obraría el milagro de hacerlos tiernos y jugosos.
Y hete aquí el primer dato, porque si los vascos vendían sus bacalaos secos como pescado cecial, único capaz de soportar los calores castellanos sin corromperse, los gallegos hacían lo propio con los congrios, las lampreas, y sobre todo el pulpo, que como ya comenté, es molusco, y por tanto marisco, un verdadero lujo en las mesas del interior.
Claro que no desde la óptica que hoy tenemos de este manjar, ya que según los escritos de cocina mas antiguos que se pueden consultar, me refiero a la época precolombina, estos se cocían y servían con zumo de naranjas, jengibre rallado, cebolla frita, migajones de pan con almendra molida y salsas de perejil y agraz.
«Quiere dejar ya de enrollarse y decirnos de donde carallo se ha sacado usted eso de que el pulpo a feira es plato maragato, inquiere un señor bajito con cara de salmonete que llevaba un rato escuchando semiescondido trás del quicio del despacho, que un servidor es de Guitiriz e alí de sempre o pulpo foi galejo».
Bueno, bueno, ya va.
A lo largo del siglo XVI el panorama gastronómico europeo cambió como de la noche al día al integrarse en nuestras mesas los productos que poco a poco iban llegando de las Indias, pero la mayor convulsión fue la provocada por una falsa especia obtenida a partir de algunas variedades de chiles molidos, allí conocida como ají, y que además de aderezar y dar picante a los platos, era capaz de conservar los embutidos mejor que la propia pimienta, tanto era así que en España se dió en llamar pimientón, o pimentón.
El gran conflicto de como mantener la matanza sin putrefacción, mohos, ni gusanos durante meses, se había superado y la noticia corrió como el fuego por un reguero de pólvora, hasta el punto de que en pocos años ya se habían establecido verdaderas factorías para producir el mágico polvo, que para mas milagro, encima teñía las carnes con un apetecible color rojo cobrizo.
Pero sucedía que, además de los compromisos monopolistas propios de las monarquías autárquicas al uso, esta fabricación quedaba restringida a lugares secos y muy cálidos, ya que el proceso pasaba por el secado de los frutos y así las regiones del norte dependían para sus matanzas de los arrieros que traían el colorado tesoro desde las lejanas tierras extremeñas o murcianas.
«¡Ay meu santo!, se lamenta con los ojos inyectados en sangre el paisano de Lugo mientras se come el puño derecho de su chaqueta, que se acaba o folio e inda non dixo nada do plato maragato».
Por razones muy complejas, que no tengo espacio ni interés en explicar, «Eso es un detalle, interrumpe de nuevo el hombrín que estaba empezando ya a rucar el puño izquierdo, graciñas. Pero siga, siga, se lo ruego.» pues resulta que, ese pueblo de misterioso orígen (pueden ver más pinchando en La Cocina maragata), se convirtió en aquella nueva España cristiana en el amo del mundo de los transportes, sobre todo entre la costa gallega y la meseta castellana.
En los puertos cargaban pescado salado y seco, como ya apunté antes, principalmente lampreas, congrios y pulpo, que llevaban a los pueblos del interior, y de vuelta, para aprovechar el viaje, pues traían aceites de oliva y pimentones, ambos productos esenciales para conservar lomos y chorizos.
Evidentemente los fletes eran largos y complicados de establecer ya que los carros de bueyes tardaban varias semanas en recorrer el largo trayecto, y así ya procuraban las caravanas cruzarse en fechas señaladas y en determinados puntos, donde ya sabían de antemano que se celebraban ferias de ganado, con lo que de paso comerciaban con los parroquianos del lugar.
¿Qué comían los arrieros?
«¿Qué? ¿Qué?» pregunta ansioso el infeliz interlocutor mientras empieza a afilar una navajilla de Taramundi contra la piedra del dintel. Pues sencillamente, lo que tenían a mano, o sea el pulpo seco que llevaban los carros procedentes de la costa, cocido y aliñado con el pimentón y el aceite que traían los de retorno del sur.
Nótese que en todas las recetas antiguas siempre se advierte que el agua de cocción no debe llevar nada de sal, de ahí la deformación actual de añadir sal gorda al momento de servir, algo innecesario si se tratase de pescado o marisco salado.
Otra curiosidad que suele pasar inadvertida es que las pulpeiras mas famosas son precisamente las de los pueblos del interior, Sarria, Carballino, Monterroso, etcétera, porque en la costa, además de no dar demasiado aprecio al pulpo (habiendo rodaballos, langostas y centollos, es bastante comprensible), al consumirse este en fresco, se cocinaba estofado con verduras.
Como en aquellas ferias también solía haber algunas res lastimada o herida, o sea inservible para el viaje de retorno, pues esta se sacrificaba, descuartizaba, cocía y aliñaba con los mismos ingredientes, y así en las fiestas de los pueblos del interior de Lugo y Orense (las de San Foilán son notables), es menú habitual comer el Pulpo a feira y la Carne o caldeiro, que es el nombre que recibe este sencillo pero sabroso guiso y que en León se llama Carne a la maragata.
Con esto, y a la vista de la espuma que empieza a manar entre los colmillos del participativo espectador (en la Terra Chá la licantropía es bastante mas familiar de lo que puedan ustedes pensar), creo que puedo dar por concluida la explicación, que aclara, entre otras, las preguntas que al respecto se hacía el maestro Cunqueiro hace ya treinta años: «Comíase polbo, pero ¿o aderezo de hoxe é o primitivo? Non sei a qué carta quedarme».
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