Protocolo de mesa, o simplemente, educación
Resulta un poco cínico que un misántropo que se levanta con Bakunin y se acuesta con Marcuse, defienda el protocolo y las buenas maneras, pero una cosa es el pensamiento anarquista e iconoclasta, y otra la ordinariez, que es lo que estamos padeciendo en estos días por un falso concepto de libertades o, quizás sea más justo decir, de cariños comprados por padres con complejo de culpabilidad.
No se trata de vestirse de largo para esa noche de villancicos en que todos somos mas buenos y piadosos que la madre Teresa, sencillamente estamos hablando de respetar unos modales que hacen que nuestra convivencia sea más grata, incluso más humana, porque esa globalización rapera de pantalones Pooh y Mp3, está logrando en un lustro lo que no pudo hacer Franco en medio siglo, descerebrar a toda una juventud aislándolos de su entorno real, de su pasado histórico, de su situación social, de su papel humano en este curioso planeta que nos ha tocado poblar.
Hace unos días asistí a uno de estos penosos espectáculos llamados “Comida familiar” que suelen representarse por estas fechas en nuestros comedores públicos.
En la hipócrita representación, los personajes iban llegando a la mesa y procedían al ritual saludo de felicitación (no sé porque hay que ser feliz en Navidad y no el resto del año). Hubo regalos, alabanzas y demás parafernalias más o menos histriónicas. Hasta que llegó el niño, un metro noventa y ocho de imbécil con gorra y auriculares, que miraba a esa sociedad con desdén, pero que entre el iPod, la PDA y los andrajos Lennox, bien llevaría encima sus mil euros (sin contar con el Golf tuneado que tenía en la puerta, claro).
Durante el rato que permaneció en la mesa fue objeto de mimos y caricias por parte de tías, abuelas y madres (parecía tener varias) y tan solo se desconectó de sus auriculares en un par de ocasiones para atender el móvil.
Ni qué decir tiene que engulló el plato de pasta que le sirvieron como lo hubiera hecho un cruce entre cerdo y perro, salvo porque entre bocado y bocado, hacía algunos malabarismos con el tenedor y chupaba Cola por una pajita, habilidades poco frecuentes entre cánidos y suidos.
¿Porqué aquel padre, que miraba de reojo avergonzado al resto de las mesas consciente del adefesio que había engendrado, no le abofeteó hasta hacerle bailar el Sirtaki? O mejor aún, ¿Porqué en los veinte años de inútil desarrollo de ese metro noventa y ocho, no le enseñó a comportarse como corresponde a un individuo que deberá convivir con otros de su misma especie?
Quizás no sean conscientes de que cuando ese esperpento humano termine su master en radiestesia y tenga que incorporarse al mundo real, al mercado laboral, o sea, a ganarse la vida por sus propios medios, tendrá que civilizarse y hacer un cursillo de modales, porque desde luego yo no admitiría que semejante homínido compartiese mesa conmigo, por muy genio del marketing que fuera.
Saber degustar un vino es hoy día un parámetro de calidad en Relaciones Humanas. Ignorar las reglas elementales de cortesía o de comportamiento en la mesa, son argumentos descalificativos de un aspirante a cualquier puesto que conlleve el trato social.
Quizás un camionero, un picador, un basurero o un labriego, no necesiten más modales que los que requiere la simple convivencia, pero no creo que esa criatura fuese a desempeñar ninguno de estos nobles oficios, sino más bien otro de traje y corbata.
En cualquier caso, ese será problema suyo, el mío es que pagué cien euros por una comida que aquel repulsivo cafre me amargó, así que me parece oportuno pedir que los restaurantes añadan otro tipo de comedor marginal, como el de los fumadores, pero para marranos, o mejor aún, igual que algunos ponen cartelitos de prohibido fumar o entrar perros, pues que añadan otro que exija algo así como “Reservado para personas de buenas costumbres”.
¡Ay, Señor! Con lo que yo renegué de las personas “de buenas costumbres”.