Por aquellas cosas buenas que a veces nos deparan eso que algunos llaman “Redes sociales”, y que vienen a ser como psicoterapias de verdulería, apareció ante mí un espacio llamado visionsgourmandes.com, una especie de inmenso museo de fotografías gastronómicas, un mundo deslumbrante para quienes nos dedicamos a estos menesteres.
Uno puede navegar a través de miles, quizá millones, de platos inverosímiles, creaciones vertiginosas que nos hacen pensar si estamos en el mundo de la cocina o en una esperpéntica pasarela de diseño.
Hay autores que rozan lo sublime, por no decir que lo superan, porque aunque sea un oxímoron, lo cierto es que la belleza de sus creaciones emociona (sobre todo para quienes sufrimos el síndrome de Stendhal).
Composiciones inauditas, combinaciones cromáticas inimaginables, formas descabelladas, obras de artes comestibles... ¿o no?
Desde luego que lo que dice su portada es innegable: “Las más bellas presentaciones de platos por los chefs más creativos del mundo”, pero no menos lo es que la mayoría de esos platos requieren tanto trabajo que parece imposible que puedan figurar en una carta, a menos que te soplen 100€ por esa ensaladita que presentan en una preciosa copa de Martini. Digo 100€ por una ensalada de hojitas verdes, porque he visto otra que me ha hecho salivar, de láminas de vieira con berberechos al vapor y caviar Beluga, de Eric Briffard, que podrá costar fácilmente el doble. Claro que pagar 500€ por barba en el restaurante Le Cinqdel hotel George V de París, es casi como un menú del día para nosotros.
Dejando aparte estas fantasmadas destinadas a gringos y petroleros, lo cierto es que la mayoría de estos platos, bellezas aparte, tienen pinta de ser pijaditas de dudosa comestibilidad. Hasta los huertos de Quique Dacosta parecen comestibles al lado de las piruetas insólitas de Yann Bernard Lejard.
Y aquí empiezan las dudas. Cuando van ustedes a un restaurante ¿pretenden comer, o extasiarse ante un búcaro de florecillas malvas?.
Bueno, yo soy de los ordinarios a los que les gusta comer, a ser posible platos bien cocinados, no montajes estéticos sacados de bolsas de vacío.
Pero cada día hay más cursis que ponen los ojos en blanco describiendo la cursilada que les preparó Roger van Damme en su Het Gebaar de Amberes.
Hace unos días un conocido hostelero me increpó por sacar una foto de un pulpo guisado en una olla de cerámica: “Hombre, en el 2015 no se publica una foto así, hay que montarla bonita, estética, atractiva”. Bueno”, pensé yo para mis adentros, “cada vez que la miro me viene ese olorcito a mar y a hortalizas frescas que solo conocemos quienes hemos comido ese “Pulpín de pedreru con verdurines” tan de mi tierra, como para dejar que se enfríe haciendo filigranas”.
Y así me viene a la mente el maravilloso arte del Ikebana, casi una filosofía de vida en comunión con la naturaleza y la superación espiritual.
En el siglo VI, un monje budista llamado Ono-No-Imoko, entendió que las ofrendas florales que se colocaban en los templos debían representar la armoniosa relación entre el Cielo, el Hombre y la Tierra, y así creó esta disciplina para deleite de Buda.
Yo puedo estar horas contemplando una composición de Ikebana, pero nunca se me ha ocurrido zamparme una orquídea. A mi modo de ver cada cosa tiene su sitio. Si José Antonio Campo Viejo es capaz de hacer una obra de arte con un lomo de sardina, y encima esta sabe deliciosa, pues bravo, sobre todo si el menú degustación en El Corral del Indianu cuesta 60€, pero que no pretenda Albert Adriá metérmela con sus trampantojos y esferas múltiples, porque yo me siento a la mesa para comer, no para contemplar ikebanas.
Por razones ajenas a mi voluntad, me ha tocado comer varias veces en el Etxanobe de Bilbao y en todas ellas he tenido que devolver algún plato, algo que me disgusta sobremanera, sin embargo los señores de la Michelin, y otros amantes de la cocina-ikebana, adoran al chef Fernando Canales y le obsequian cada poco con nuevos premios y distinciones. Yo no lo concibo, pero bueno, debe ser que estoy anticuado, por eso me gusta extasiarme ante una exposición de Ikebana, y luego apretarme un buen cocido montañés en Casa Cofiño, ya sin flores.