¿Qué debe aportar el vino al menú?
Ésta, sin duda, es la gran pregunta y por tanto, cada cual debe meditar sobre ella y contestarla según su visión de la buena mesa.
A mi entender, el vino debe cumplir tres funciones:
- Restaurar el equilibrio de la boca después del bocado de comida.
- Complementar, casi como una guarnición, los platos.
- Enriquecer en su contexto general todo el menú.
En primer lugar, digo restaurar y no refrescar, porque, por ejemplo, si estamos tomando una comida fría, tendremos la boca destemplada y agradeceremos mucho más una bebida cálida que otra fría que, lejos de reconfortar el paladar, nos lo machacará aún más.
Esto es algo muy infrecuente en España. Hagan la prueba y verán como un tinto cálido, versus un reserva de Rioja, casa de maravilla con unas almejas crudas o unos percebes. Sin embargo, un cocido es habitualmente acompañado de grandes tintos para soportar la fuerza del plato, sin contar con que recalientan aún más la boca. Hoy día hay excelentes blancos, con un temperamento mayor que muchos tintos y que, lejos de desmerecer el menú, pueden ser una verdadera fiesta al limpiar la lengua de la grasa dejada por los distintos componentes de cerdo que lleva este plato, además de refrescarla y dejarla restaurada para el siguiente bocado.
En segundo, hablo de acompañar como si de una guarnición se tratase.
Y es que todos los requisitos que debe cumplir una buena guarnición, deben darse en ese vino que pretendamos casar.
No puede en ningún caso anular los sabores fundamentales, sino tener incluso la virtud de realzarlos. Debe haber un cierto contraste para que el resultado sea más divertido de consumir. No olvidemos que comer debe ser siempre un placer y no un examen de erudición, como algunos compañeros de la crítica están promoviendo.
¿De qué me sirve un menú perfecto si al final no me ha hecho vibrar y disfrutar?
Yo prefiero unos buenos boquerones en vinagre con patatas fritas acompañados de una cerveza helada, a un “Menú degustación” técnicamente perfecto, pero sin transmisión de emociones.
Y en tercero, considero que el vino en sí debe engrandecer la comida en general.
No me refiero a encarecerla, ni a hacerla fastuosa, sino a darle un fuste acorde con el objetivo perseguido.
Un vinillo de Valdepeñas con gaseosa fría o una buena sangría pueden resultar inolvidables dentro de un determinado contexto.
Nunca olvidaré una chuletada en una bodega de Cigales en la que el dueño tenía un claretillo fresco que sacaba cada poco en una bota.
Nos había invitado un sobrino suyo que era representante de una de las más prestigiosas bodegas de Ribera de Duero y, como es lógico, había abierto unas botellas de reserva y gran reserva para deslumbrarnos.
Todos alabamos aquellas joyas de la enología burgalesa, pero, al final, todas quedaron a medias, mientras que el pobre tío no daba abasto a rellenar la bota porque hasta el sobrino, perdido el protocolo inicial, se tiró por el claretillo como el resto de los allí comparecientes.
Como ven, no encareció el precio, al contrario, pero sí se subió hasta los altares el recuerdo de aquella comida gracias al valor añadido del vino.
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