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Callos a la asturiana

 
Sin Gluten

Octubre 2009

INGREDIENTES (4 personas) 

½ Kg. de callos limpios (en conserva)
2 manos de cerdo limpias
½ chorizo y ½ morcilla de fabada
¼ kg. de lacón salado
1 cebolla grande
1 pimiento rojo
1 guindilla
6 dientes de ajo
1 cucharada de salsa de tomate
1 copa de vino amontillado de Jerez
Pimentón dulce y picante, laurel, tomillo, canela, clavo y nuez moscada.

En verdad, el apellido “a la asturiana”, tan solo se refiere a que en esta, mi tierra, gusta comer esta especialidad con las tripas cortadas menudo, mientras que en Madrid, los callos se ponen del tamaño de “sábanas”, como suelen decir los asturianos que los prueban en las tascas castizas del Rastro y alrededores de la Plaza Mayor.

Según César Díez, ingeniero químico, aunque más  conocido por ser uno de los más prestigiosos callólogos del Principado, estos deben cumplir la regla de las tres Pes: Pequeñinos, picantinos y pegañosus. Con esto, queda todo dicho.  

En Galicia se comen con garbanzos, así que cuando vean “Callos a la gallega”, ya saben que les espera un potaje de garbanzos, a los que, dicho sea de paso, los callos aportan una gracia y melosidad de lo más agradable.

En Asturias hay verdaderas rutas de callos, grandes callófilos y hasta callólogos, porque si bien los de Noreña y Pola de Siero, cuentan con una tradición histórica que data nada menos que del siglo XIII (léase el artículo Cocina de Entrañas), los de Tineo sostienen que los suyos tienen más poder que ningún otro en la Tierra, aunque yo, como vivo en Salinas, afirmo que no hay otros como los que prepara Marta en su Vinoteca La Marina (los de la foto, son de ella, porque a mí me da mucha grima prepararlos).

¿Secretos? Bueno pues sí, sí hay secretos, sobre todo uno, el de las manos de cerdo, porque si queremos que unos callos resulten realmente demoledores, es imprescindible mezclarlos con unas manitas de cerdo que aportan gelatina y, con ella, untuosidad y persistencia de los sabores en boca.

También requiere un poco de chorizo, lacón y morcilla, aunque en dosis muy pequeñas, no perceptibles, porque han de usarse casi a guisa de aromatizantes, como si de especias se tratase.

Antes de pasar a la receta propiamente dicha, he de advertir que hoy día todo el mundo usa callos precocidos, es decir, lavados industrialmente y escaldados. Este es el proceso más asqueroso y disuasorio de la receta, porque no olvidemos que estamos hablando de los estómagos de una ternera, espacios donde no huele precisamente a rosas, y que, si ya nos llegan limpitos y hasta precocidos, pues miel sobre hojuelas.

Para rematar el consejo, los mejores que hay en el mercado son los de la marca Casa Milia, de Felechosa. Es más, son los únicos precocinados que compro.

La receta  

CallosPreparamos el habitual sofrito con los ajos partidos, y la cebolla y el pimiento bien picaditos. Se puede hacer directamente en una olla exprés, o en una sartén y luego volcarlo en la olla, que es lo mejor, pero se manchan dos cacharros.

No importa ser generosos con el aceite, porque es la única grasa que llevará el guiso ya que ni las manos ni los calos tienen una sola gota.

Cuando coja color, espolvoreamos con el pimentón (apenas debe coger calor porque puede quemarse), regamos con el amontillado y, mientras da un hervor para evaporar el alcohol, ponemos el tomate, removemos bien y añadimos el resto de ingredientes, así, tal cual, a lo bestia (contando con que las manos estén ya impolutas y escaldadas).

Hay que regarlo con un poco de agua, la justa para que quede todo bien mojado, pero sin nadar, porque, al cocerse a presión, no habrá evaporación. Debe cocer a presión durante una media hora.

Respecto a las especias, todo va en cuestión de gustos, pero sí hay que poner un poco de todas, porque esta combinación, aunque no se note en el sabor final, configura un sabor de fondo, un regusto muy complejo, que es lo que hace del guiso una joya. De hecho, antiguamente, al cocinar con leña o carbón, se producía una lenta caramelización de las proteínas (técnicamente se llama reacción de Maillard), que actuaba como este conjunto de especias, por eso, como hoy usamos cocinas modernas (al menos yo soy un pobre urbanita que no dispone de fuego natural), pues hay que recurrir a esta combinación para dar sabor antiguo.

Seguimos con la cocción. Cuando haya bajado la presión, abrimos y comprobamos el estado del guiso. El punto lo marcan las manitas, que debe estar gelatinosas y con los huesos tan sueltos que se desprendan con tan solo tirar de ellos. Si no están así, pues se deja cocer otro poco, lo que haga falta para que quede a punto de deshacerse.

Retiramos el chorizo y la morcilla (si es que queda algo), recogemos toda la carne, la limpiamos de huesos, y la cortamos a cuchillo sobre una tabla que tenga acanaladura para recoger la salsa. Aquí ya interviene la decisión del artista, porque hay quién gusta de que estén del tamaño de guisantes, y quién de fabes.

Lo que sí es vital es dejar que repose el guiso toda una noche, incluso admite muy bien el congelado y hasta el refrigerado. En mi casa se guardaban en la nevera, sin congelar, pero se gelificaban tanto, que había que cortarlos como si fuese un fiambre. Luego se recalientan al momento y están impecables. 

Vinos recomendados 

En mi libro Comer con Vino, los recomiendo con Belondrade y Lurton 2006 , así que no les voy a repetir todas las explicaciones porque pueden verlas en esa página, pero sí comentarles que este es uno de los maridajes que más ha sorprendido a los lectores. Ya de mano, el propio bodeguero, Didier Belondrade, cuando se lo propuse, se mostró reticente. Al cabo de un par de días, me llamó radiante. Nunca había probado los callos que preparaban en su bar cotidiano de Rueda con su vino, y cuando lo hizo, alucinó.  

Escrito por el (actualizado: 23/11/2013)