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La Cocina estacional y la globalización.

 
Leído el día 4 de Junio 2005 en el 1º Congreso saberes e sabores celebrado en Chaves, Portugal.
 

Se acabó la diversión, llegó la globalización y mandó uniformar. 

No rima, pero si cambiamos dos palabras, verán como suena igual que la canción de Fidel Castro: “Se acabó la diversión, llegó el Continente y mandó igualar”.

Evidentemente le falta el glamour de la revolución cubana, pero el efecto fue igualmente demoledor para nuestras buenas costumbres que para las de las familias acomodadas de aquella preciosa isla.

Hace muchos años, quizás cuarenta, en Madrid se abrió un gran supermercado llamado PRYCA. Fue un espectáculo. Casi como un circo, la gente iba a mirar más que a comprar porque tantas luces y escaparates daban miedo. Mi padre, persona educada en la cultura norteamericana, sentenció: “Esto fracasará. En EE.UU. estas formas de comercio tan impersonales, funcionan, pero en España, en los países latinos, nos gusta el trato personal, el contacto cliente/tendero, la conversación, que nos cuenten porqué los chorizos que el señor Pascual consigue en Salamanca, son mejores que los de la tienda que los trae de Segovia. Aquí en cambio todo es aséptico, etiquetado, impersonal. Fracasará.”
Hoy, aquella tienda piloto, es la cadena Carrefour. Nº 1 en Europa, 2ª del mundo, con un volumen de negocio de casi 100 billones de € y 400.000 empleados. Solo en España, sus 400 tiendas venden mas de 10.000 millones de € anuales. Vamos, que una vez más, mi padre acertó de lleno en sus profecías (lo digo porque estaba seguro de que yo sería pianista).

Pasado el tiempo, un querido amigo, colega y buen consejero, Edouard Fournier, profesor de la Escuela de Hostelería de Bayona y propietario de un conocido restaurante en Biarritz, me dijo: “Pepe, denuncia, escribe, lucha, haz lo que sea, pero no permitas que esa plaga llamada hipermercados os invada y acabe con vuestra maravillosa gastronomía. En Francia lo hemos vivido, la globalización ha asesinado nuestra gran cocina, “La bonne et vieille cuisine française est morte”. En Italia están arrasando, por lo que más queráis, defended la cocina española de la globalización”.
Desgraciadamente ya era tarde. El monstruo estaba procreando y el campo de cultivo estaba bien abonado.

Otra anécdota introductoria para ilustrar el caso.
Esto ya era en los noventa, concretamente 1993.
Yo escribía y coordinaba el suplemento de gastronomía del diario El Progreso de Lugo. La noticia saltó a la prensa: “Abre Continente”. Los pequeños comerciantes se echaron a la calle protestando: “¡Será nuestra ruina, competencia desleal, romperán el mercado local! ¡Huelga, huelga! ¡Cierre patronal!”.

Cerraron …, una tarde …, y solo algunos, que no todos y, un mes después, como era de esperar, abrió la gran superficie.
Entonces, frente a todo lo previsto, publiqué un artículo en que decía: “Os está bien empleado” y me refería a un incidente que había tenido días atrás en una conocida tienda del centro de la capital.
Fui a comprar una botellita de salsa de soja Kikkoman y me cobraron 500 pesetas. Le dije a la dueña: “Oiga, en El Corte Inglés, que la tienda más cara de España, cuesta a 300Pts” y me contestó: “Ya, pero como en toda la provincia de Lugo solo la tenemos nosotros, pues si quiere la paga a 500 y si no, vaya a Coruña por ella”.
En mi artículo le contesté a aquella tendera: “Ahora ya podré comprarla en Lugo a 250pts., en Continente. ¡Viva Continente!”
Huelga decir que si no me echaron del periódico debió ser porque el gigante Continente prometía millones en publicidad, pero tuve que andar escondido durante algunos meses, porque los tenderos pusieron precio a mi cabeza.

Esa era la semilla, un verdadero servicio para el ciudadano, para el obrero, para el consumidor de a pié. Detrás, había todo un drama: espárragos manipulados en China y Perú por niños esclavizados, abandono de las huertas y desertización de nuestro medio rural, ruina de nuestra industria conservera que tiene que dedicarse a importar las latas de berberechos y navajas de Chile y Tailandia, perdida de nuestras frutas autóctonas bajo la apisonadora de las transgénicas de maduración artificial, etc.

Gracias a Dios y a la ciencia, hoy todos comemos pollo. 

Dios existe hace mucho tiempo, por lo que me atrevo a pensar que en este asunto más tiene que ver la Ciencia que la Mano Divina, ya que, hasta cuatro días, salvo los cortesanos, la curia eclesiástica y algunos afortunados burgueses, raro era el mes que por las mesas del pueblo llano circulaba tan cotizada ave.

Pero no solo por ser el pollo un bocado exquisito, sino porque salvo el caldo o pote diario, hecho con lo que terciase, ni domingos ni festivos se podía soñar con chorizos, jamones ni otras proteínas necesarias para la subsistencia.

Hoy, en nuestra sociedad, en el Primer Mundo, salvo por prescripción facultativa, cualquier obrero puede ofrecer a diario a su familia, no solo pollos, sino huevos, pavos, truchas, salmones, jamón, chorizo, pasteles, helados y todo tipo de manjares y golosinas.

En apenas dos o tres décadas, la tecnología alimentaria ha avanzado más que en toda la historia de la Humanidad.
A principios de los sesenta, un gran amigo de mi padre, Julio Jolín, abrió en Valladolid una granja de producción intensiva de pollos. Mi padre, q.e.p.d., volvió a hacer un vaticinio magistral: “Esto nunca funcionará, porque estos pollos no saben a nada y los españoles sabemos comer. Eso está bien para EE.UU., donde le ponen ketchup a todo, pero aquí, cuando comemos pollo, queremos que sepa a pollo”.

Evidentemente acertó de nuevo …, igual que con mi prometedora carrera de piano, porque, como todos ustedes saben, hoy las granjas intensivas surten la totalidad de productos alimentarios. Un dato: España consume más de 1.000 millones de kilos de pollo cada año, o sea, unos 500 millones de aquellos animalitos que mi padre vaticinó que no prosperarían.
La semana que viene, D.m., abriré un nuevo restaurante en Bélgica. El 100% de los productos que tengo que usar son, llamémosles, artificiales. Si quiero un pescado, no ya salvaje, sino simplemente con espina, o sea, entero, tengo que llevarlo desde España o pedirle a mi pescadero que lo encargue a Les Halles de París, porque en la plaza de Bruselas solo hay filetes congelados o envasados en phorexpan.

Como acabo de decir, gracias a la ciencia, en el primer mundo, cualquier obrero puede comer a diario carne, pescado, frutas, huevos y hasta repostería, pero ¿qué calidad de carne, pescado, frutas, huevos y repostería?
Y ya entramos en materia.
En una mesa redonda celebrada a mediados de los ochenta en el Centro Cultural de la Villa de Madrid, más conocido como el de la Plaza de Colón, nos reunimos diferentes técnicos para divagar sobre como sería la alimentación del siglo XXI. Como era de esperar se dijeron muchas sandeces, pero mi querido amigo, colega y socio, Luís Eduardo Cortés, a la sazón propietario del restaurante Jockey, senador, y presidente de la asociación de restaurantes de Madrid, hoy Consejero de Obras Públicas de esa comunidad, opinó: “En el siglo XXI se comerá igual que en el XX, la única diferencia es que habrá productos para que el pueblo se alimente a diario y otros, de uso gastronómico, selectos, salvajes, gourmets, solo para la alta hostelería”.

En su Casa de Lúculo, Camba decía: "Además de ajo, nuestra cocina tiene muchas preocupaciones religiosas, y, algunas de ellas, saben bastante bien".
Más adelante nos explica el porqué: “Los garbanzos constituyen el truco de que, durante veintitantos siglos, se han valido los maridos españoles para entretener a las mujeres en casa. Generalmente no hay remojo ni cocción que los ablande, y eso va ganando el caldo, en el que no dejan más substancia de la que dejaría un puñado de balines”.
Hoy en España se come de todo y a diario, como decía mi querido Luís Eduardo, hasta cocido de garbanzos, que por cierto en Jockey, su restaurante, está delicioso pero cuesta cada ración lo que un cordero enterito.
Pero, desgraciadamente, hoy en España, se come igual en Pontevedra que en Alicante, en Sevilla que en Zaragoza, en Toledo que en Santander, o en Murcia que en Valladolid. La globalización nos ha invadido. Luís Eduardo se equivocó en un detalle, esos productos gourmet, son el foie, el confit, el esturión, los pichones, el bacalao desalado, el solomillo de avestruz, las huevas de salmón, incluso esos surtidos de hojas de lechuga que se venden en bandejitas para montar ensaladas coloristas. Lo mismo en Madrid que en Barcelona, Coruña, Málaga o Santa Cruz de Tenerife. Lo mismo en Enero que en Agosto, Abril o Junio. Hemos sucumbido a la globalización, hasta la alta hostelería.

La cocina estacional  

Si Don Rupert de Nola levantase la cabeza y escuchase a un cocinero decir que hace cocina de mercado, o de temporada, evidentemente respondería: "Pues claro, ¿que otra se puede hacer?" y es que comer fresas en invierno va tan contra natura, que ningún ser humano en sus cabales nacido antes de este loco siglo, podría concebirlo.

Claro que si a Don Rupert le contásemos que en nuestra España del siglo XXI, se comen tomates cultivados en Holanda, o sea, un país que no tiene ni sol ni tierra tierra, que es lo único que necesita el tomate, pues nos diría que estamos como chotas.
Y prefiero no imaginarme la respuesta que nos daría si le dijésemos que Asturias compra manzanas a Bulgaria hacer su sidra e importa "fabes" de Argentina para cocinar la fabada, o que en Galicia el 80% de marisco y pescado que se consume es francés, turco y escocés, o que la mayoría de las rabas que se ven en los bares de Santander no son calamares del Cantábrico sino intestinos de cetáceos cortados en arandelas y congelados en Islandia, o que la mayoría de los asados se sirven en nuestras bodas, son de corderos australianos, o que la mayor parte de naranjas que comercializa Valencia son argelinas y tunecinas.

¿Se acuerdan cuando Paco Ibañez cantaba aquel poema de Goytisolo: "Todas estas cosas había una vez, cuando yo soñaba el mundo al revés"? Pues sí querido Paco, lo que tu cantabas, ocurrió, pero con el mundo más al revés de lo que escribiese D. José Agustín .

Después de un siglo de intensos estudios bromatológicos y organolépticos (recuerden que Pasteur murió en 1895), al fin se ha llegado a la conclusión de que los mejores quesos son aquellos elaborados con leche entera, cruda, o sea, sin pasteurizar y con fermentos naturales, como los que se hicieron durante toda la vida en nuestras aldeas, hasta que el Ministerio de Agricultura se preocupó por la gastronomía y arruinó nuestros quesos.

También podemos afirmar que esas frutas feas y con picaduras, que se vendían en los mercados rurales, sabían y olían a lo que indicaba su morfología, es decir, la pera a pera y la manzana a manzana, mientras que estas otras, cuya estética roza con la erótica y su deslumbrante imagen es realzada por halógenos, en boca apenas se pueden distinguir de un corcho.
El marketing ha hecho estragos en nuestras mesas y quizás estemos entrando en una nueva era.
En el mercado de Ribadeo, los miércoles, se venden tomates de Nueva Zelanda en vez de los de las huertas de Villaselán, manzanas italianas en el lugar de las de A Devesa y quesos de barra daneses, donde antes se ponía una paisana de Barreiros que hacía unos quesiños tiernos do país.

¿Acaso ya no podemos confiar ni en esa abuelita que vende huevos pintos bajo los arcos del mercado? Pues quizá no, porque ya me dijeron que su hijo compró una furgonetilla y los viernes va a la avícola de Gijón para comprar los huevos rechazados por el control de calidad, los ensucia con "cuchu" y paja para que parezcan caseros, y el domingo los vende su madre a los turistas que van camino de Covadonga. ¡Manda huevos!

Pues sí, si D. Ruperto de Nola y D. Juan de Altimiras, levantasen la cabeza y viesen con lo que tenemos que cocinar hoy día, seguro que volverían a morirse inmediatamente.

Hacer cocina de mercado en la España actual es tan suicida como poner una licorería en un país integrista islámico.
En países más avanzados como Francia o Suiza, ya es relativamente fácil encontrar productos "Label", es decir con una etiqueta que certifica su origen natural y artesano, un anacronismo grotesco, pero que al menos garantiza la calidad de la cesta de la compra. Sin embargo en Celtiberia, cada cual campa por sus respetos y donde dice almejas de Carril, lo más fácil será encontrarnos con unas turcas, detrás del certificado de capón de Villalba, solo habrá un pollo Rode Island, o bajo el nombre de Aguinaga, se esconde una cajita de surimi sintético con forma de angula.

Que sí, señores cocineros imperiales, que si volviesen ustedes a los mercados de la villa, no sabrían distinguir lo que son productos de lo que son envases, porque ambos son igual de atractivos y de insípidos.

El gran reto de los grandes cocineros españoles actuales, es conseguir un miserable pollo que solo coma gusanos y pan duro, o una lechuga que sepa a tal. El foie de oca, las trufas o el salmón ahumado, lo tienen de oferta en el hiper de la esquina. Hasta hay una firma que te regala un teléfono móvil si tu restaurante se compromete a comprarle setas japonesas. Eso sí, encontrar puerros, tomates o zanahorias de la tierra, es un auténtico calvario.
Por eso yo defiendo hacer cocina de mercado, la cocina estacional.

Por estos días, en junio, espero impaciente a que los barcos de Burela, Gijón y Avilés lleguen con la primera costera de bonitos, porque desde el otoño me he negado a comer aquellos otros túnidos de insospechada procedencia que los pescaderos venden todo el año como bonito del Norte.

Lo mismo me sucede en abril con los boquerones y en julio con las sardinas.

También se me hace la boca agua cuando voy al festival de las fresas de Candamo, porque hasta ese día no he probado otras que no fuesen las de la mermelada del desayuno y sueño con que los tomates del huerto de mi hermano Juan Carlos maduren pronto para poder volver a embriagarme con los aromas de ese gazpacho que preparé por última vez en septiembre pasado.

Hace diez años logré escapar de esa dantesca trampa llamada Madrid y ahora que vivo en mi querida Asturias, me niego a seguir comiendo plástico.
La vida solo es bella cuando se contempla junto a la muerte, si esta se desconoce, la otra tampoco se valora.

Una fruta debe pudrirse y no permanecer en la nevera incorrupta "sine die", como si fuera el brazo de santa Teresa.
Gracias a las técnicas alimentarias hoy día cualquiera puede comer jamón, pollo y salmón, lo cual es un incuestionable avance de nuestra civilización, pero no menos cierto es que nuestros hijos ya apenas han desarrollado el sentido del olfato y solo comen en función de los colores que luce el envase, porque desde que nacieron, dejamos que engañen su gusto con productos sintéticos (eso sin contar que el último informe de OMS asegura que los actuales niños tendrán una tasa de supervivencia inferior a los sesenta años debido a problemas cardiovasculares derivados de la mala alimentación, cuando el de mi generación se sitúa en los ochenta. Vamos para atrás).

La comida de diseño, hamburguesas, pizzas, snakcs, ha suplantado los sabores propios de la naturaleza y en estos momentos un país como España, que hasta algunas décadas era un interminable bodegón de inmejorables géneros, ya consume más Fast-Foods que potajes.
Y eso que presumimos de dieta mediterránea.

Retomando y corrigiendo las acertadas profecías de mi amigo Luís Eduardo Cortés, la Alta Gastronomía del siglo XXI debe centrarse en la Cocina Estacional o De Mercado.

Si los pequeños comerciantes quieren sobrevivir a las grandes superficies, deberán volver a sus raíces, buscar ese queso artesano do país que solo se hace en primavera cuando los pastos producen más grasa en la leche, conseguir esos tomates de Villaselán que solo maduran avanzado el verano, esas sardinas arenques que ni soportan el calor ni el frío de nevera, por eso solo se comercializan en invierno, o unas humildes zanahorias que hace años que no he vuelto a comer porque todas me saben a nabo.
Cocina estacional, productos de temporada, a partir de ahí, ya sea Nueva cocina o recetas tradicionales, bien cocinado, todo vale, pero sin esta premisa, habremos perdido nuestra gastronomía.

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Escrito por el (actualizado: 04/10/2014)