Galicia, misteriosa.
Publicado en el libro, Mis mejores Escapadas de Golf y Gastronomía, que salió al mercado en 2006 y ganó el premio Gourmand World Cookbook Awards como la mejor guía de turismo del mundo de ese año.
Una de las etapas más penosas de esta guía, ha sido recorrer Galicia y ver como su gastronomía sigue inexorablemente bajando de calidad.
Un servidor de ustedes, que empezó su carrera de crítico precisamente en esta región, denunció hace ya muchos años cual era la realidad de la cocina gallega y predijo cual sería su futuro. Desgraciadamente acerté de lleno, o incluso me quedé corto.
El tópico ese de: producto, producto, producto y solo producto, sobre todo cuando se trata de mercancía salvaje, como es el caso de los pescados y mariscos, corre el grave riesgo de acabarse, como sucedió con las angulas y, cuando el precio alcanza cotas tan vertiginosas como las actuales, la picaresca entra por la puerta grande. Hoy en Galicia, para comer pescado y marisco autóctono, hay que ir a los grandes santones y pagar precios similares a los de las grandes marisquerías de Madrid o Barcelona.
La casi totalidad de los comedorcitos, aquellos en que las paisanas echaban sobre la plancha, a la vista de los comensales, unos hermosos rodaballos o cocían en una sartén de aluminio una brillante rodaja de merluza con ajada, ya pasaron y, salvo casi milagrosas excepciones, en todos estos antiguos comedores sirven pescado de piscifactoría y marisco mauritano.
Quizás uno de esos últimos reductos sea el Arcade 501, en la antigua carretera general que cruza ese marinero pueblín, tan famoso por sus ostras. Allí, a pesar del desangelado comedor de acero y fluorescentes, es donde he comido mejor en mis últimas visitas a Galicia (ostras diminutas, lenguados vivos, bruños (pequeños centollos) rebosantes).
Y el problema es que eso era todo, porque nadie se preocupó por potenciar la recuperación de la antigua cocina gallega, la de los pazos, la que nunca llegó a salir a la hostelería, porque los rancheros solo valoraban su codicia y se mofaban cuando alguien les decía: “Pensad que esto se puede acabar y que para comer pote nadie sale de casa”.
Lugares cargados de fama como La Casilla de Betanzos, donde cada fin de semana se agolpan cientos de coruñeses ávidos de volver a sus raíces, se han mercantilizado tanto que su famosa tortilla no es más que un sucedáneo hecho con chips precocinadas que te dejan con un palmo de narices, pensando: “Seré primo, venir hasta aquí para que me sirvan esta tomadura de pelo”.
Hoy, hasta los antaño grandes nombres están agonizando y el problema es que las nuevas generaciones, las que sí entendieron el mensaje, lo hicieron mal y confundieron la alta cocina, con la cocina de foto.
Como quién dice, su revolución se limita a regodearse en sus burdas copias de Adriá/Berasategui para salir en las revistas de moda diciendo que están luchando por crear esa desconocida nueva cocina gallega.
No quiero meter más la mano en la herida porque es demasiado dolorosa, sobre todo cuando uno publicó una obra de cuatro tomos sobre la materia y, en la casi totalidad de los restaurantes gallegos, siguen consultando los recetarios de la Sección Femenina o de Simoné Ortega ... y eso con suerte.
En cuanto a campos de golf la cosa tampoco anda muy allá, porque en Lugo hay un campito muy simpático, el del Balneario de Guitiriz, que pronto tendrá 18 hoyos, bien cuidado, entre pinos, bien, pero para de contar, y de gastronomía, cero.
En Orense nada de nada, pero es que en Coruña, el famoso de la Zapateira, además de privado y por cierto, demasiado privado, porque parece que custodian la Sábana Santa, lo cierto es que está en Casa del Demonio y sin ningún interés. Desde luego impensable para esta guía. Por tanto solo nos queda Pontevedra y casi ni eso, porque en realidad, para poder sacar un poco dignamente esta escapada, hubo que trabajar en la zona hasta la extenuación (estoy escribiendo una semana después de terminar el trabajo y todavía estoy convaleciente del maratón y de un cólico derivado de la experiencia que me tumbó tres días en cama).
Es una lástima que una región que podría ser de las más bellas de España, donde se puede practicar el golf durante los doce meses del año por su clima suave y abundancia de agua, esté abrasada por la feroz especulación y, lo más indignante, queriendo hacernos comulgar con ruedas de molino, porque su hostelería, salvo las honrosas excepciones es ahora una de las más deplorables del país.
La Toja y Mondariz, aguas de Galicia.
Dicen los gallegos que la isla de La Toja es una joyita, unha xoyña y lo cierto es que hay que pasearla para comprender la dimensión de esta afirmación, tanto por su belleza, como por sus precios, porque un chalet allí cuesta más que en Beverly Hills.
Pero la escapada merece la pena, porque es quizás lo único que queda de la Galicia selecta, de aquella que a duras penas aun recuerdo de cuando veranaba con mis padres en Bayona, antes de que la especulación y el mal gusto, arruinasen pueblos, costas, playas y hasta María Santísima que encontrasen por delante (basta con recorrer cualquier carretera antigua, como la que va de Pontevedra a Sanxenxo, para comprender la dimensión de las atrocidades cometidas en estos, antaño, idílicos parajes).
Les recomiendo el acceso por la llamada Vía Rápida (VRG-41) que se coge desde la autopista a unos diez kilómetros al norte de Pontevedra y que nos lleva hasta Sanxenxo. De ahí al Grove es un paso y la dirección a la isla de La Toja está bien señalizado.
El balneario está abierto hasta las diez de la noche, por lo que es ideal llegar a media tarde para poder tomar una relajante sesión termal.
Al momento de redactar esta crónica, el Gran Hotel estaba en fase de reforma, de todas formas, el hotel Isla de la Toja, es donde se encuentra el balneario, por lo que es el más recomendable ya que es una gozada bajar en albornoz directamente de la habitación al SPA, sobre todo después de una buena paliza de golf.
También cuenta con piscina exterior, lo que en verano es otro valor añadido. En resumen, el hotel cumple de sobra con los requisitos para disfrutar de una buena escapada, hasta tiene una interesante oferta gastronómica y un soberbio buffet de desayuno, aunque para ir a jugar, convenga coger el coche porque, a pesar de que la publicidad informa que el campo está al lado, hay su buen kilómetro, mas bien dos, y tampoco es cuestión de tener que abrirse paso a codazos entre los miles de turistas del Inserso que invaden cada media hora el recinto.
Dependiendo de la estación, se pueden conseguir paquetes en torno a los 250€/persona, con tres noches de alojamiento y desayuno, con dos greenfees y dos sesiones Club Termal incluidas, lo cual, teniendo en cuenta la calidad del producto, es un regalo.
Metidos en golf, hay que advertir que se trata de un campo tan fascinante que, con tan solo hacer 9 hoyos, uno sale con los ojos a cuadros ... y la moral por los suelos (lleven buena provisión de bolas porque hace estragos). Realmente es maravilloso, pero engaña, porque hasta las calles mas sencillas, como son las 1, 2 y 3, son menos anchas de lo que parece y un pequeño slice nos hará perder bola. Los 4, 5 y 6 se juegan en una pequeña península, saltando desde cada tee por encima del agua, lo que impone, sobre todo cuando, como sucede en el 4, tienes que salvar mas de 180 metros a tiralineas, porque el menor desvío te lleva al mar. De verdad, inolvidable, ya que todo esto se desenvuelve entre pinos centenarios y con las mejores vistas sobre la ría que ofrece toda la comunidad gallega.
La gastronomía es menos optimista, sobre todo, porque si se salen de nuestros consejos y aterrizan en comedores tan famosos como El Crisol, la experiencia puede terminar en bronca (pagar casi 80 € por un picoteo compuesto de un salpicón, que era solo cebolla y huevo duro, una empanada que, aparte del pan, solo llevaba más cebolla, unos mejillones con una salsa de harina que solo sabía a laurel y una ensalada de cigalitas que el Rastro de Madrid en domingo, porque, salvo cigalitas, habían echado de todo lo que encontraron por la nevera para hacer bulto, no me digan que no es como para salir a bofetadas). Y la guía Campsa dice que es lo mejor de la zona, hay que echarle cara.
Justo al salir del puente que une la isla con O Grove, hay un restaurante, La Posada del Mar, donde se pueden encontrar buenos pescados y mariscos, eso sí, a precio de Madrid y con servicio de la zona.
Un poco mas allá, cerca de la estación de autobuses, a escasos metros del temible Crisol, hay varios comedorcitos donde se puede picotear sin demasiadas sorpresas, pero sin duda el mejor es el Solaina, el preferido por los lugareños y donde quizás encontremos la mejor relación calidad precio, porque comprobamos que compran a los pescadores locales y tratan bien la materia prima. Sin mas pretensiones.
A pocos kilómetros, apenas diez, está esa locura llamada Sanxenxo, que, fuera del mes de agosto, se convierte en un pueblecito veraniego bastante agradable. De hecho las últimas reformas han convertido la zona del puerto en una plaza simpática y el paseo de la playa, por el que podemos llegar hasta Portonovo, es digno de ser visitado. Allí tenemos quizás el mejor restaurante de Galicia, La Taberna de Rotilio, al menos en lo que respecta a su cocina, porque, parece mentira que, teniendo todo el edificio a su disposición, el comedor esté encajado en un sombrío sótano, sin mas gracia que un triste acuario del que de vez en cuando, sacan un desgraciado bogavante camino del patíbulo.
Su cocina es clásica, tradicional, pero de gran calidad, precisamente esa que tanto echábamos de menos en el prólogo. No hay espumas, foies, ni crujientes de pasta brick, gracias a Dios, pero sí una delicada bechamel de camarones gratinada, una hojaldrada empanada de vieiras o unas ostras recién fritas, en las que no se sabía si estaban mejor los moluscos o las crujientes virutas de zanahoria y algas que llevaban de guarnición. De sus pescados y mariscos no cabe decir si no alabanzas, porque los miman, de modo que se puede elegir entre esa comida de producto, sus creaciones algo más vanguardistas, o un mitad/mitad, compuesto de un divertido picoteo de golosinas y un pescado serio (cuidado con las fruslerías, porque a pesar de que su nombre sugiera que son mariconadas, suelen ser potentes, capaces de doblegar a un bracero).
Muy cerca, en el mismo puerto, está La Goleta, otro lugar recomendable, sobre todo si el día, o la noche, están buenos, porque tiene una deliciosa terracita callejera. Aquí solo hay producto, pero eso sí, de primera y muy bien tratado. El servicio es particularmente desagradable y sus precios similares, por no decir superiores, a los del Combarro de Madrid o del Botafumeiro de Barcelona, pero ya saben, si quieren comer bien en Galicia, hay que pagar y en La Goleta hay cola, así que ni rechistar.
Como restaurante de postín, hay que hacer algunos kilómetros más, hasta San Salvador de Poio, Casa Solla, sin duda el gran restaurante de la zona. Pero “o novo”. Digo esto porque quién más quién menos, conocía el Casa Solla de toda la vida, con aquella terroríficas bandejas de marisco con que los constructores de la zona celebraban sus trapicheos y que, solo con pasar a tu lado, sentías como la tarjeta de crédito temblaba en la cartera. Ya no hay rodaballos a la gallega, tortillas de marisco ni aquellos inmensos lenguados Solla. De aquellos tiempos solo queda la fachada. Ahora entramos en un comedor minimalista, con camareras de luto riguroso y esculturas con pinta de carísimas. Ya no hay risotadas, ni caras congestionadas en las sobremesas, ahora allí todo el mundo es de lo más fino. Pepe hijo ha cambiado el chip y allí se hace cocina de autor, eso sí, gallega y con buen producto, con sabores intensos y algún recuerdo a guiso clásico en las salsas de acompañamiento. El servicio es impecable, algo funerario, pero sin tacha (evito hacer chistes fáciles sobre el color del uniforme).
Si van en Junio (allí el crepúsculo dura hasta pasadas las once de la noche), les aconsejo ir a cenar, ya que las cantidades no son como para provocar pesadillas y sin embargo ese atardecer, degustando delicatessens, puede resultar inolvidable. A pesar de todo el lujo descrito, la cena saldrá bastante más barata que en muchos de los chiringuitos antes citados.
Jugar tres días en La Toja no les resultará monótono, se lo aseguro, pero allí mismo, en el valle Do Salnés, el corazón del albariño, hay otro campo, el de Meis (merece la pena visitar algunas bodegas, a ser posible la del Pazo de Señorans, porque, además de ser uno de los mejores vinos, el palacio en sí es una pasada). Está en lo alto del monte Castrove y si es usted un buen pegador, le vendrá bien venir a desahogarse un poco, porque, después de tener que afinar tanto, encontrarse con inmensas calles anchas que perdonan todo, es un respiro. Eso sí, el campo engaña. Yo desprecié el buggy que me ofreció el director y no fui capaz de seguir más allá del 9, porque a pesar de aparentar suavidad, hay desniveles y distancias que rompen las piernas.
Es un gran pinar, está bien cuidado y solo por subir y ver las rías desde lo alto, ya merece la pena echar el día (cuenten con que de momento no tiene instalaciones, por lo que hay que bajar a ducharse al hotel).
Incluso podemos cambiar el elegante balneario por un simpático y peculiar hotelito rural, como La Casa do Sear (seguro que les cuentan que es el alojamiento preferido del Rey), o comer a lo bestia en un barín rústico, El Tío Benito de Barrantes, con pote, costillas, pinchos morunos y tinto de la tierra, pero no pretendan investigar mucho más, porque aquí las sorpresas pueden ser duras.
Pero a pesar de todo lo dicho de La Toja, la auténtica Escapada de Golf y Gastronomía es Mondariz.
Antes de nada he apuntar que aquella oscura etapa en que la cadena Meliá arruinó la imagen de este maravilloso balneario, ya pasó, de modo que quienes tengan en el recuerdo cualquiera de los malos rollos habituales en aquellos días, debe pasar página.
En 2005, la familia propietaria del Balneario decidió rescindir el contrato con la cadena y poner al frente de todo a Carlos García Conde, uno de los mejores profesionales del sector que ya había pasado por la casa. Desde entonces el trato y servicios es una verdadera maravilla y pasar allí unos días de aguas y golf, es como descansar en el Cielo.
Hasta se come bien, aunque no estaría de más que apostasen realmente en serio por hacer un centro gastronómico, incluso dietético, como el de Michel Guérard en Eugenie les Bains, porque podría ser todo un campanazo nacional.
Lo cierto es que este hotel ha pasado de la desidia a estar con ocupación total casi todos los días del año, algo inconcebible dadas sus dimensiones, pero así es y les aseguro que sus promociones no son ningún regalo.
El campo discurre entre castaños, robles y abedules. Es amplio y variado, aunque no muy grande ni demasiado difícil. Quizás lo más llamativo sean sus greenes, algunos con hasta mil metros cuadrados de verdadera alfombra, en los que más apetece revolcarse que pretender meter la dichosa pelotita en el guá.
Sí resulta espectacular el balneario, digno de pasar allí unos días recomponiendo por dentro y por fuera nuestro pobre y maltrecho organismo, con esas aguas de los manantiales Gándara y Troncoso, de donde afirman que manan la lluvia caída hace más de setenta años.
El llamado Palacio del agua es un montaje de tres mil metros cuadrados donde practicar la hidroterapia lúdica, o sea, piscinas, yakuzis, saunas y demás divertimentos acuáticos.
Las indicaciones gastronómicas vienen a ser las mismas que en La Toja porque ambos pueblos están relativamente cerca y aquí, salvo el comedor del propio balneario y un folklórico portugués que prepara carnes de cocodrilo y canguro en Ponteareas, poco más hay en la zona.
A veces despunta algún barín por hacer un buen pulpo o algún cocido, pero es mejor preguntar a los oriundos, porque igual si digo que Fulano es bueno, en un par de meses va el hijo y lo jode para sacar tajada del éxito. De hecho tengo pánico a que el Arcade, cuando se vea en esta guía, deje de hacer las cosas bien y empiecen a servir centollos franceses.
Si tienen una mañana libre, es divertido ir a comer unas ostras a La Piedra. No tienen mayor valor gastronómico porque las hay mejores en cualquier parte, pero sí la gracia de que las compramos en plena calle donde las pescaderas las abren a la vista y nos las zampamos en cualquiera de las terrazas vecinas. No se corten, esa es la tradición, pero no piquen con “ese albariño que hacen para nosotros sin etiqueta”, sin excepción es un brebaje infecto que les puede perforar el píloro. Pidan su albariño preferido. Lo pagarán a precio de restaurante de cinco tenedores, pero la salud es la salud.