El ocaso de la cocina de montaje
Foto provisional
Publicado en la revista planetAVino nº53, Febrero/marzo 2014, sección: El Toque del Quera.
Hace muchos años, cuando España inició aquello tan bonito llamado “Transición” y que llevamos arrastrando casi cuarenta años, aparecieron junto al cambio político nuevas expresiones culturales, como la llamada “Nueva Cocina”.
Fue algo precioso, porque durante la interminable dictadura, entre otras lindezas, el Caudillo había colgado una serie de etiquetas a cada provincia y así en Asturias sólo se comía fabada, en Valencia, paella, en Castilla la Vieja, lechazo y tostón, y suma y sigue.
Por otro lado, había algo realmente repulsivo pomposamente bautizado como “Cocina internacional” que se servía en los restaurantes de postín de la capital y de algunas ciudades con aires de grandeza. Era una cocina torpe, desfasada, mal copiada del recetario francés más rancio del siglo XIX y que debía de acompañarse indefectiblemente de bicarbonato sódico porque no había estómago humano capaz de digerir aquellos engrudos.
Pero llegó la democracia (qué bonito nombre y cuán mancillado ha sido) y con ella una revolución culinaria que nos llegaba de Francia, como la de Robespierre pero sin sangre, sin embargo en esta ocasión, afortunadamente, no hubo un Fernando VII que la aplastase. Los platos se hicieron limpios, mimando la materia prima y eliminando aquellas pastosas salsas de harina que emplastecían los más deliciosos manjares, convirtiéndolos en engrudos repelentes. Y se empezó a cuidar la estética. No hay más que ver los libros de los años sesenta para apreciar hasta qué punto este concepto se confundía entonces con la cantidad, eso sí, con una botella de Viña Ardanza junto al plato para demostrar lo elegantes que eran en ese restaurante.
Fue un cambio radical y no fueron pocos los españoles que lo despreciaron, acusando a aquellos jóvenes vascos de poner mucho plato y poca chicha, yo diría incluso que la gran mayoría prefería seguir con los platazos rebosando grasa.
Pero poco a poco fue degenerando y la Nueva Cocina pasó a ser una tomadura de pelo. Le cambiaron el nombre varias veces, algunos tan sugerentes como cocina de autor, pero lo más relevante es que hubo algunos listos que, a su sombra, fueron desarrollando una nueva industria destinada a vender tiempo libre para los cocineros y, poco a poco, esos chicos tan monos que lucen chaquetillas con más anuncios que un corredor de rallyes, pasaban más tiempo jugando al pádel u opinando sobre la metafísica del huevo en platós de televisión, que trabajando en sus fogones.
¿Qué había pasado?. Pues que había nacido la Cocina de montaje. Ya no era necesario hacer fondos, caldos, fumets, o veloutés, ni siquiera desalar el bacalao, todo venía en sobres al vacío, bandejitas de phorexpán o envases ultracongelados. Solo hacía falta disponer de un horno roner, una máquina de vacío, la Thermomix, la Pacojet y algún otro juguetito que poco importa. La Nueva Cocina era como el juego de Exin Castillos, todo venía ya prefabricado y el pseudo cocinero sólo ponía en un plato de cristal o de titanio ese pichón braseado en alguna lejana factoría, una filigrana de salsita de bote, un crujiente de Silpat y algún adornito más que alargase el nombre del plato. Como cabía esperar, proliferaron los restaurante de diseño y a aquel niño que no había aprobado ni el primero de la ESO, pues su novio o su mamá le ponían un restaurante porque “tenía mucho gusto” y había ido a Sant Pol de Mar, aunque ese día no estaba abierto el Sant Pau porque se les había estropeado la máquina de hacer espumas.
Pero llegó la crisis y algunos comensales de esos que tienen que salir a cenar a lo último para poder dar envidia a las vecinas, se quedaron sin euros para echar gasolina al Jaguar y tuvieron que montar en su casa ese plato de diseño con sardinas ahumadas y caviar de aceitunas negras, y comprobaron que eso de la Cocina de montaje era una tomadura de pelo, porque por el precio de un mini menú degustación, podían cenar tres matrimonios y hasta encargar pizzas para los niños, así que se puso de moda cenar Cocina de montaje, pero en casa, y encima con vinos aceptables.
Ahora hay que pensar si debemos lamentarnos o mandarlos a paseo, porque mientras salían en las revistas del corazón, a esos “artistas” no se les podía ni llamar por teléfono. Ahora tampoco lo cogen porque sólo les llaman los acreedores que les montaron la cocina de diseño y los proveedores que están al borde de la quiebra porque aún no cobraron las setas que les vendieron antes del verano.
Bonito panorama, porque estos nuevos demiurgos fueron ídolos de una generación para quién la cocina era sólo glamour y papel couché.
Para un servidor que aprendió a guisar el rabo de vaca en aquellas ollas metálicas esmaltadas de rojo por fuera y azul jaspeado por dentro, durante dos o tres horas y cuidando de que no se pegase la cebolla confitada, esto es justicia.
Cocinar no es montar artificios para hacer fotos de estudio y pasear la chaquetilla por el comedor como si estuviesen dando la vuelta al ruedo, cocinar es algo más serio, más sacrificado, y, desde luego, más mágico que abrir botes.