Camarones a la Montpensier
Según el Artículo 14, Capítulo segundo, de la Constitución española de 1978, todos los españoles somos iguales ante la ley y tenemos los mismos derechos para decir las gilipolleces que se nos antoje, de modo que para paliar el agravio comparativo con políticos, banqueros y sindicalistas, reivindico mi derecho a bautizar este plato como Camarones a la Montpensier.
¿Por qué a la Montpensier?
Cuentan las malas lenguas que, después de aquel trágico sábado 12 de marzo de 1870 en que el duque le voló los sesos a su primo Enrique de Borbón, Duque de Sevilla e infante de España, y trás cumplir un mes de arresto por el incidente, de vuelta a su palacio de Sanlúcar de Barrameda, lo primero que hizo fue pedir una fuente de camarones y una botellita de manzanilla. Mientras disfrutaba de aquel popular refrigerio (en aquel siglo no había neveras y el marisco solo se comía in situ, por lo que era muy barato), comentó a sus fieles amigos la famosa frase “Como mejor saben los camarones, es después de un duelo”. Y este es el motivo de llamar a este plato Camarones a la Montpensier, aunque he de reconocer que aún no he matado a ningún infante de España en duelo, de modo que no puedo corroborar el buen gusto del de Montpensier, como se le conoce en Sevilla.
- ¿Va a seguir usted contando sandeces, o nos puede decir algo en serio? Comenta mi lector vampiro.
- Ya voy, es que había que entrar en situación.
La verdad es que el asunto de los camarones tiene tela, no solo porque en América llamen así a todo lo que se parezca a una gamba, sino porque hoy día el mercado español está infestado de animalejos que, a simple vista, se parecen a esos fastuosos camarones del Grove, Palaemon serratus, pero cuyos rasgos gastronómicos no tienen nada que ver.
En Asturias solíamos coger las quisquillas en las pozas de baja mar, Crangon crangon, que comíamos en la playa como si fuesen pipas. Muy ricas, pero nada que ver con esos soberbios camarones de la ría de Arousa.
Hay otros varios que circulan por las marisquerías de Internet como el camarón de poza Palaemon elegans, el camarón báltico Palaemon adspersus, o el camarón posidonia Palaemon xiphias, pero el que más está proliferando es el camarón escocés, muy parecido al serratus, aunque como ya dije antes, no tiene esa potencia de aromas y sabores de los gallegos (el Palaemon serratus es inconfundible por la longitud de su rostro, que supera con claridad los extremos de los escafoceritos, por eso digo que es casi igual, incluso es posible que el escocés sea este, pero varia el pasto, y eso hace que cambie el sabor).
La receta
Por lo demás, la receta no tiene ningún misterio, aunque sí conviene cuidar algunos trucos.
Hay quién los mete en agua helada después de escaldarlos, de esta forma se detiene radicalmente el proceso de cocción y adquieren un brillo de lo más apetecible. Yo no soy partidario porque me parece que pierden sabor, incluso si ese es casi salmuera.
Mi forma es más sencilla. Ponemos cuatro litros de agua a hervir con una hoja de laurel hasta que lo hace a borbotones (ya expliqué en Como cocer marisco que no sirve de nada echar sal porque su exoesqueleto impide la entrada de esta en la carne). Una vez que el agua lleve unos minutos hirviendo a tope (es un poco engorroso explicar lo de la inercia térmica, pero funciona), echamos los camarones y esperamos que vuelva a romper a hervir, entonces los retiramos con una espumadera, los extendemos en un plato y los rociamos con abundante sal semi gruesa ¿Por qué? Pues porque durante el proceso de enfriado es cuando la sal penetra por ósmosis en la cáscara hasta la carne y así quedarán sabrosos, no como en las sidrerías de Asturias, que los sirven recién cocidos para que el cliente vea que son frescos, pero no saben a nada.
Con este sistema los animalitos quedan ligeramente crudos en su interior, de modo que saben ligeramente dulces, pero si se dejan reposar un par de horas, como mandan los cánones, los jugos se redistribuyen y al pelarlos resultan jugosos y exquisitos.
Un vino para cada plato
Ayer vivimos la prueba fehaciente de mi opinión sobre los vinos blancos y el marisco.
Estábamos probando el Finca La Emperatriz Viura Cepas Viejas 2011, un vino fermentado en barrica y con una crianza de nueve meses sobre sus lías, algo espectacular, inmenso, un verdadero espectáculo con elque cerrar la boca a los detractores de los blancos de Rioja. Le metimos mano a los camarones y ¡Oh! Desgracia, no sabían a nada. Mi chica estaba a punto de lanzar las campanas al vuelo para alertar a todos los gastrónomos de Salinas, pero entonces le dije “Espera, que la culpa es del vino”. Tenía oxigenando en un decantador otra botella de Finca La Emperatriz Reserva 2008, un coupage clásico de Tempranillo, Garnacha, Viura y Graciano, con dos años de barrica y unos aromas muy riojanos, aunque con más fruta que los clásicos, y decidimos tomarnos una copa reposadamente. Después volvimos a los camarones y ¡Oh, milagro! Aquellos bichitos sabían a gloria, a ría gallega, a ocle, a mar nuestro, a lujo. Y lo más simpático, es que el vino sabía más goloso y ampuloso que en la primera prueba.