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Edad gastronómica

 
Diario El Comercio año 2.000.(Este artículo es continuación

Ahondando un poco mas en el tema abierto la semana pasada y recordando los acalorados debates que se escucharon en aquella improvisada tertulia, hubo uno que sí planteó un trasfondo social de gran envergadura: ¿Puede haber gastrónomos jóvenes, o este oficio llega con las canas?

Bueno, la verdad es que hay quién no las tiene hasta la muerte y quién las recibe a los veinte años, pero por norma general llegan como consecuencia de haber sufrido muchas vicisitudes y experiencias, lo que suele implicar no pocos años.

En estos momentos el mundo del periodismo gastronómico está de moda y no son pocos los jóvenes que se han tirado como tiburones a las columnas de vinos de cualquier periódico de barrio.

Generalmente no van mas allá de hacer suyas las ideas de los santones y así se llega esperpentos como una escena tragicómica que presencié hace unos días en Jerez cuando se acercó al stand de Tokay uno de estos oportunistas, quién, tras autoinvitarse a una cata privada contando lo que acababa de escribir sobre estos vinos, al oler el primero se alarmó, nos miró a todos y exclamó: «¿No os huele un poco a vinagre?».

La risotada fue lo suficientemente elocuente como para que hasta él entendiese que allí no valían las trampas y sin tan siquiera disculparse, salió por pies y no volvimos a verlo en la feria.

Esto no quiere decir que por ser mas viejo, o por haber bebido mas vino que nadie, uno ya sea un entendido.
Hay que aprender ciertas bases de enología, ampelografía y técnicas de análisis sensorial, formar pacientemente una memoria olfativa que no es frecuente tener sin cierta dedicación, ir poco a poco introyectando nuevos conocimientos y referencias, tanto técnicas como sensitivas, y a partir de ahí, y ya sí con muchas cajas de vino a las espaldas, ir uno configurando sus propias opiniones, gustos y preferencias.

Y he puesto el vino como ejemplo mas claro y palpable, pero con la comida ocurre lo mismo, aunque mas difícil todavía.
Si a un servidor de ustedes, que padeció su primera indigestión de caviar a los doce años, en estos momentos me sirven una lata de Beluga, salvo que esté estropeada, me comeré hasta la goma del envase y no podré decir si está buena o no, porque ya he perdido la memoria de sus parámetros de calidad y para recuperarlos tendría que volver a catar simultáneamente seis o siete marcas, con sutiles variaciones de salado, tiempo de envasado, zona de captura, etcétera.
Y eso con el caviar, que al fin y al cabo es una conserva, así que imagínense con un bacalao club Ranero, como el que nos sirvieron la otra noche en otra tertulia y del que uno de los asistentes dijo: «Qué bueno está. Parece merluza. No tiene ni rastro de sal. Debe ser el mejor que probado en mi vida».

Pues bueno, la verdad es que era una porquería, insípido, seco, sin gracia y es que mi querido doctor no llegaba a entender que si lo que quería era merluza, pues que la hubiera pedido, pero los parámetros de calidad de un bacalao no son precisamente que sepa a otro pescado, si no a bacalao, y maduro, porque para pescado fresco ya lo tenemos en la plaza de bastante mejor calidad que el skril ese que nos mandan de Noruega.

Para educar un paladar se necesitan muchos miles de horas de aprendizaje y, francamente, si yo tuviese veinte años, con los bomboncitos que andan ahora sueltos por las calles, también me afiliaría a la pizza y la hamburguesa, y de cata, antropofagia.

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Escrito por el (actualizado: 21/04/2014)