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Restaurante Sifrería Casa Ataulfo

 

Mayo 2009

Cabrales, 29.
Gijón.
Tel. 985 340 787

Precio medio del menú50 €
Bodega3 sobre 5
Tiene Parkinga 100 metros está el Náutico
Periodo vacacionalSeptiembre
Días de cierreDomingo noche y lunes

 Como todos ustedes, queridos e inteligentes lectores de este portal, saben bien, desde hace algunos años vivo retirado en mi ermita, pero hay ocasiones muy especiales en que he de salir al siglo, y esto me sucedió hoy,  día quince de mayo, en que mi querido amigo, el gran escritor Javier Moro, vino a dar algunas conferencias a Gijón y Oviedo.

Teníamos tantas cosas que contarnos, que mi antiguo compañero de clase consiguió dar esquinazo a sus anfitriones.
Como quería disfrutar de los productos de la tierra, y en Gijón la mejor tierra está en el mar, pues le llevé a esta famosa sidrería, siempre puntera, que nunca podré excusarme ni perdonarme no haberla incluido en mi guía de Asturias, porque jamás me cupo la menor duda de que es sin duda la mejor de Gijón (yo creo que tengo tanta aversión a circular por esta calamitosa ciudad, que mi subconsciente la borró de mi mente).
Para abrir boca nos zampamos sendas nécoras, ya cocidas y fresquitas, que es como mejor saben porque, ya lo he explicado mil veces, los crustáceos decápodos (el percebe también es crústáceo, pero cirrípedo), recogen el sabor de la sal y del capazón, durante el proceso de enfriado, por lo que recién cocidos apenas si saben a algo.
Los percebes sí que estaban calentitos y, les doy fe de que eran como los quería D. Álvaro Cunqueiro: “Come a polegar d’un carpinteiro” (como el dedo gordo de un carpintero, que suelen parecer morcilla a fuerza de recibir martillazos).
¡Qué pasada! Hacía mucho que no probaba unos percebes de esa calidad. Duros hasta el extremo de que costaba masticarlos y con esa gelatina de color bermellón anaranjado que solo tienen aquellos crustáceos de las mejores familias. Estos, como venían de Luarca, debía ser parientes de D. Severo Ochoa.
Mi querido Javier estaba emocionado, hasta el extremo de que, habiéndome confesado que él sería capaz de suicidarse comiendo percebes hasta el paroxismo, en esta ocasión se había llegado a sentir saturado a causa del volcánico sabor de estos curiosos bichitos, por cierto, mariquitas.
En eso llegó mi querida María, a quién sus obligaciones médicas no le permiten abandonar la consulta antes de tiempo ni para comer percebes, pero Ataúlfo nos regaló  con unos calamares, absolutamente atómicos, que le acababan de entrar, porque el besuguito aún tardaría unos minutos ya que no era plan meterlo al horno hasta que no llegase la jefa.
No recuerdo si fueron quince o veinte las veces que el cotizado autor repitió que era el mejor pescado que había probado en su vida.
El animalito, al que no vimos sacrificar por poco, nos había sido presentado nada más llegar y nos pareció tan simpático que, ya durante el asalto de las andaricas, le pedimos a Ataulfo que lo sentara a nuestra mesa porque nos había caído muy bien (no me digan que no tiene una cara preciosa).
Javier no le firmó ningún ejemplar de su último éxito, El Sari Rojo, porque ya se sabe que los besugos son muy poco aficionados a la lectura, pero les aseguro que le hubiera gustado darle un beso en la boca, cosa que no hizo porque el espárido debía pesar sus buenos dos kilos y, terminadas sus poderosas carnes, dejamos la cabeza para la alcaldesa, que necesita fósforo.
Nos lo preparó al horno, con unas patatitas gloriosas, porque se mojaban en una extraña salsa que pienso volver allí para analizarla (de no venir mi amigo, que es muy fino, hubiera sobornado a la cocinera o torturado a Ataulfo para sacársela por las malas, porque no sé como demonios la hace).  Realmente brillante.
De postre solo pudimos pedir un café y la extremaunción, porque se nos salían los ojos de las órbitas, pero, superado el duro trance de la digestión de boa, nada más llegar a casa, me puse manos a la obra para poder contarles, aún con esos sabores gloriosos en boca, lo que fue esta inolvidable salida al siglo.
Después de esta experiencia, creo que volveré a pecar con más frecuencia.
Puedo asegurarles que nunca había comido tan bien en esta casa, tanto que hasta pondría en duda si La Zamorana podría superar este record de placer.

Escrito por el