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Antropología gastronómica III: La tecnología alimentaria

Pollo al ajillo
 
Pollo al ajillo

Septiembre
 

El frío, el transporte, las granjas industriales, el turismo, las franquicias y la mujer trabajadora. 

La IIª Guerra Mundial dejó muchos cambios en la Tierra, uno de ellos la revolución alimentaria. "Antes de la Guerra", como decían mis padres, comer en Madrid pollo, truchas, salmón o sencillamente unos huevos fritos, era un privilegio que solo las más acomodadas familias burguesas podían permitirse. Hoy día, en el rincón más sórdido del barrio más miserable, del pueblo más perdido de los Monegros, un bracero podrá comer a diario todos estos productos con una paga ruin.

España produce y consume un millón y medio de toneladas de pollo al año. Calculando un promedio de 2 kg/pollo, estaríamos hablando de 750 000 000 de pollos. Ni en el país de Jauja pintado por Brueguel el Viejo se concebía tanta abundancia.
En cierta ocasión, hablando del gazpacho, un “erudito” me abroncó diciendo aquello de “Aquí se hizo así de toda la vida” ¿Toda la vida? ¿Qué vida, la suya, la de sus padres o la de la Humanidad? Toda su vida no superaba los sesenta años de consciencia, así que ni siquiera conoció la comida de “Antes de la Guerra”, un suspiro en la historia de España, pero un inmenso salto en nuestra cultura gastronómica. ¿Cómo es posible que en unas pocas décadas hayamos avanzado más que en miles de años? Pues por las tres razones que expongo en el siguiente capítulo.

El frío, el transporte y las granjas.

Primero se inventó el frío industrial, algo maravilloso que permitía que un ternero pudiese permanecer en cámara un mes en vez de un día. También nos vino bien el frigorífico doméstico, pero eso ya es otra guerra.
Luego vino el transporte con frío, una maravilla que permitía comer pescado fresco en Madrid.
Antes de la guerra, un besugo rulado en A Coruña podía tardar tranquilamente tres días en llegar a Madrid, eso con suerte, porque los infames caminos empedrados que construyó Primo de Rivera durante su dictadura, apenas permitían circular a los destartalados camiones FIAT 618 sin pinchar un par de veces en cada trayecto, y eso que eran la vanguardia del automovilismo. Hoy día a nadie le sorprende ver cigalas vivas en Albacete, animalitos que horas antes andaban correteando por las frías aguas de Escocia.
Y por fin llegaron las granjas de producción intensiva, un invento diabólico que “fabricaba” pollos, huevos, truchas, cerdos y hasta terneros como una máquina de clonar gominolas.
Había nacido el mundo del gran consumo, colosales naves por donde circulaban cada día millones de tomates, quesos, corderos y todo lo imaginable. Occidente había inventado la fórmula de producir comida a bajo coste, con dimensiones faraónicas y que podían distribuirse hasta en varios continentes a la vez.
Nunca en la Historia de Humanidad, miles y miles de años, hubo tantos alimentos a disposición del pueblo llano, de hecho esta superabundancia está provocando nuevas enfermedades por sobrealimentación, lo que se conoce cómo Síndrome metabólico (hipertensión, colesterolemia, diabetes melitus...).
Si de muestra sirve un botón, pongo cómo referencia el llamado Manifiesto del hambre, una publicación escrita en 1854 por Don José Mª Bernaldo de Quirós y Llanes Campomanes, VIIº Marqués de Camposagrado, dirigido a S.M. la Reina Isabel II, en que relataba cómo, en nuestro heroico Principado de Asturias, morían de hambre a diario cientos de campesinos debido a la mala cosecha, llenando de cadáveres las calles de pueblos y villas donde esperaban sobrevivir de la caridad. Es un relato dantesco que recomiendo leer a esas personas que me critican cuando relato lo que era España a finales del siglo XIX.
Quizá sea aún más espeluznante saber que esa situación se mantuvo hasta los años cincuenta del siglo XX, y en pocas décadas, se pasó de aquellas hambrunas feroces, a esta abundancia desmedida que exije la actuación de la Administración para regular los excesos de alimentación, por lo que ya se considera una pandemia de dimensiones descomunales.
Mi padre me comentaba que durante los tres años que duró la Guerra Civil española en ejercito franquista se alimentó de sardinas en aceite, un alimento formidable del que se ignoraban sus propiedades pero que mantuvo en pie a miles de combatientes mes tras mes.
Durante la segunda guerra mundial el ejercito americano no sabía como solventar el conflicto de la intendencia. Además de los conflictos bélicos propios de toda contienda (los alemanes se especializaron en interceptar convoyes de buques de abastecimiento hasta el extremo de obligar a algunos generales a detener su avance de tropas por falta de rancho.
Los problemas de escorbuto y otras afecciones derivadas de la avitaminosis, empezaban a hacer estragos en las filas de liberación y los campos solían ser arrasados por los nazis para evitar el aprovisionamiento de materias frescas.
En 1858 el ingeniero francés Charles Tellier había creado la primera máquina de frío industrial. En 1874 montó una en un barco y logró un transporte de carne de Le Havre a Buenos Aires en 105 días. Lástima que no tuviese en cuenta que Argentina es uno de los mayores productores mundiales de carne y la expedición que fue un éxito, le llevó a la ruina económica. Pero no así a la industria cárnica argentina que vio como había un filón ya que no tenían que exportar su carne en barcos establos, con la consiguiente alimentación de las reses durante el transporte ni las enfermedades derivadas de la falta de higiene a bordo.
En 1924 un tal Clarence Birdseye inició un sistema de congelación de guisantes que permitía su consumo en fresco durante varios meses. En 1929 Goldman-Sachs Trading Corporation y Postum Company le compraron las patentes y las marcas por 22 millones de dólares, con lo que el negocio de los congelados empezó a salir al gran mercado.
Pero Birdseye no se paró ahí y en 1944 inició la fabricación, alquiler y venta de furgones refrigerados, lo que supuso que en EE.UU. se iniciase el nuevo mundo de los productos congelados o refrigerados.
Frío y transporte, una combinación que podría al mundo del revés. El siguiente paso eran las grandes granjas industriales que permitirían criar pollos, cerdos, truchas o cualquier animal vivo o ser vegetal, a precios capaces de pulverizar el mercado ya que era viable producir pollos en Valladolid y venderlos en Sevilla.
Los soldaditos yanquis no comieron hamburguesas en el desembarco de Normandía, pero cuando volvieron a su país vieron que este había cambiado como si llevasen fuera diez siglos.

El turismo, las franquicias y la mujer trabajadora

Otros dos factores que cambiaron nuestra forma de alimentación fueron la “invención” del turismo y la incorporación de la mujer al campo laboral.
A raíz de la segunda guerra mundial, los americanos que habían luchado en Italia, Francia, Alemania, etc., querían volver allí durante sus vacaciones para poder enseñar a su familia donde habían vivido aquellos días de horror y gloria. La navegación aérea transcontinental ya era un hecho, y en los años cincuenta Europa vivía una marea de americanos que venían en verano. Poco a poco los precios fueron haciéndose más asequibles y en los setenta, el gran turismo, o turismo de masas, ya era un hecho en todos los países desarrollados. Puede parecer frívolo, pero estas nuevas migraciones intercambiaron costumbres culinarias entre diferentes culturas. En el año 1960 en Madrid solo había un restaurante exótico, el “House of Ming”, en los ochenta ya había toda una red de chinos que copaba todos los barrios (yo vendí el restaurante de mi hermano a unos chinos), y se podía elegir entre hindúes, tailandeses, japoneses, mexicanos, peruanos, noruegos, alemanes, etc. No cito a los alemanes Horcher y Edelweiss, porque su origen es distinto y su carácter no era precisamente exótico.
Eso sin hablar de la riada de franquicias multinacionales de hamburguesas y pizzas “take away”, que deslumbraron a los hosteleros más codiciosos que veían una mina de oro en esa nueva forma de fabricar en una nave industrial toneladas comida prefabricada y venderla en mil puntos de todo el país.
Puede parecernos una blasfemia considerar gastronomía un Big Mac repartido en una caja de cartón por un motillas, pero cuando hablamos de que 68 millones de personas comen cada día solo en McDonald's, no cabe duda de que se trata de un fenómeno social de primera línea.
A estos datos hay que sumar los Whoppers de Burger King que compiten vis a vis con McDonald's, los fritos de pollo del KFC (18.000 centros en 120 países), Pizza Hut (11.000 establecimientos en 94 países), incluso algunos desconocidos en España como Subway pero que con 37.000 establecimientos, es la mayor franquicia del mundo. Y me dejo en el tintero esas “fábricas” medianas como Domino’s Pizza, con 9.000 locales, Taco Bell con 5.900, o los cientos de miles de pequeñas franquicias locales o nacionales que, juntas, hacen un volumen de negocio que superan con creces a las grandes multinacionales.
Suelen confundirse estos tres conceptos traídos de EE.UU.: junk food, fast food, y franchise food, pero no son lo mismo, aunque en el realidad lo parezcan y hasta puedan mezclarse.
La fast food o “comida rápida” es una forma de comer en el trabajo, una necesidad derivada del trepidante ritmo de vida impuesto por los ejecutivos neoyorquinos que tenían que despachar este trance en apenas unos minutos y podían hacerlo con un perrito caliente, un sandwich, una hamburguesa, o un trozo de pizza, pero también con un Kebab, una ensalada o unos fideos chinos. Puede haber fast food basura, como esas salchichas que venden en carritos por la Gran Manzana, pero unos Antojitos mexicanos, un Ramen japonés o incluso unos Yakitori, son platos exquisitos y saludables. Nunca olvidaré un kebab de faláfel con ensaladas y Djadjik que comí en un puesto callejero de Haifa, una verdadera delicia y más sano que un gazpacho. Casi todas las culturas del mundo tienen su fast food, street food o comida callejera, por ejemplo los pinchos morunos que tanto abundan en el mundo árabe. Unos dim sum artesanos, los chaat hindués, las empanadillas de toda Sudamérica o incluso los bocadillos españoles, son una forma de fast food,o street food, pero ni soncomida basura ni han de ser forzosamente procedentes de franquicias.
El concepto franchise food es el que estudiamos aquí. Los antes citados Antojitos mexicanos solían prepararse en casa, de forma artesana y familiar, y luego se vendían por las esquinas a los transeúntes que querían picar entre horas, por ejemplo un delicioso tamal en hoja.
El franchise food es una nueva forma de hostelería que consiste en una macro fábrica que elabora toneladas de comida que congela y sirve precocinada a los puntos de venta, como por ejemplo las hamburguesas o los nuggets de pollo. Un delicioso Döner puede convertirse en un amasijo asqueroso cuando en vez de carne fresca se prepara con esas masas que distribuyen las nuevas cadenas por los centros comerciales. Hasta los deliciosos tacos mexicanos pasan de ser un entrañable picoteo, a un engrudo de grasas coloreadas montadas en una tortilla revenida.
La franchise food es el problema. Muchos jóvenes y hasta amas de casa, encargan insalubres pizzas elaboradas con ingredientes que rozan la ilegalidad, aunque no tengan la menor prisa por comer, ya que pueden ser ingeridas viendo la tele en tiempo de asueto.
Había nacido el gran verdugo de la gastronomía, porque hasta pollo puede cocinarse con algo de gracia, pero una pizza industrial es solo basura, colesterol, glñucidos, calorías vacías, porquería comestible.
¿Qué había pasado? ¿Qué locura colectiva había afectado al mundo occidental para que todo el mundo quisiera comer basura? Pues sencillamente que las mujeres ya no querían cocinar y los hombres ni se cuestionaban hacerlo.
 El cambio que modificó radicalmente la alimentación doméstica fue la incorporación de la mujer a la vida laboral, no solo porque una mujer que trabajase en una fábrica, oficina, hospital, etc., tuviera gran dificultad para cocinar en casa, sino porque el trabajo doméstico empezó a considerarse propio de analfabetas, de retrogradas, de mujeres sumisas, de todo aquello que había quedado atrás cuando España empezó a civilizarse.
Habían sido muchos siglos los que iban a cambiar en una sola década, y eso supone un trauma social.
En los años sesenta no solo las mujeres trabajadoras abandonaron las cocinas familiares, sino que muchas amas de casa, nuevas ricas que apenas sabían las cuatro reglas, ya se jactaban de no saber freír un huevo. El recetario español se perdía porque la hostelería iba por otros derroteros. Francia había sabido llevar la cocina de las abuelas a la hostelería porque ambas habían convivido en el tiempo, pero en España los sopicaldos y los pollos asados al Ast había copado los hogares.
Fue una gran perdida porque hasta los noventa no se puso de moda buscar recetarios antiguos e investigar sobre las costumbres populares, con lo que muchas recetas se perdieron para siempre. El anuncio de televisión del “Chup Chup” de Gallina Blanca se había convertido en el supuesto residuo de la cocina de la abuela.
Escrito por el (actualizado: 13/10/2015)